SARAMAGO
José, Levantado del suelo,
Santillana
2007. (1ª ed., 1980)
(Propiedad
personal).
“Del
suelo se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede
levantarse un libro”, dice Saramago (Azinhaga, 1922-Lanzarote, 2010).
Son palabras del premio
Nobel de 1998 en uno de los libros más emocionantes que he leído sobre el
despertar de la conciencia y la esperanza, sobre la explotación, centrada aquí
en la de los campesinos en los tiempos aciagos de la dictadura de Salazar,
sobre el hambre y las privaciones, sobre la Iglesia y su colaboración con los
amos, sobre el compromiso y la valentía callada de los comunistas puros.
Se sitúa en el Alentejo
portugués y tengo que decir que me ha gustado más que ningún otro libro de
Saramago, del cual he leído casi todas sus famosas novelas posteriores (El año de la muerte de Ricardo Reis, Ensayo
sobre la ceguera, Todos los nombres, La caverna, El hombre duplicado, Ensayo
sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte), además de sus memorias
de infancia, Las pequeñas memorias, y
su guía Viaje a Portugal. Es su
cuarta novela, muy diferente a su estilo más conocido, ese largo discurso sin
párrafos ni puntos, plagado de abstracciones e ideas muy conceptuales en un
discurso denso que no da tregua al lector.
Sin poseer una técnica
completamente tradicional, se distingue mucho del estilo de sus obras
posteriores, ya que en esta novela de 400 páginas hay: una cierta estructura
(se divide en capítulos, aunque no lleven título), personajes bien definidos,
distintas voces (aunque la del autor monologando consigo mismo y con los
protagonistas ya está bien patente y resulta en este libro muy expresiva) y,
sobre todo, la creación realista de un ambiente, un espacio y tiempo vividos de
la opresión social y política.
Por encima de otros
muchos valores, lo que se destaca es su sensibilidad hacia los oprimidos, llena
de ternura y afán de justicia. Es una novela en la que la ideología y el
compromiso del escritor quedan patentes, sin que ello disminuya en absoluto su
calidad literaria.
Recojo dos citas en las
que la acusación se funde con el uso magistral de la ironía.
En la primera, denuncia la colaboración de los curas con
el poder injusto, sus esfuerzos para mantener al pueblo en la sumisión y la
reverencia a las fuerzas del orden, en la ignorancia y el miedo, todo ello
aliñado con las mentiras y maldiciones contra los comunistas para alejar el
menor riesgo de revuelta campesina:
“Pero el padre Agamedes también clama, Ciertos hombres que andan por ahí
sigilosamente sacándoos de vuestro común sentido, y que la gracia de Dios
Nuestro Señor y de la Virgen María quiso que en España hayan sido aplastados,
vade retro Satanás y abrenuncio, he de deciros que huyáis de ellos como de la
peste, del hambre y de la guerra, pues son la peor desgracia que sobre nuestra
santa tierra podría caer, plaga digo como la de la langosta sobre Egipto, y por
ello no me cansaré de deciros que debéis prestar a tención y obedecer a los que
saben más que vosotros de la vida y del mundo, mirad a la guardia como a
vuestro ángel de la guarda, no le guardéis rencor, que hasta el padre se ve a
veces obligado a golpear al hijo a quien tanto quiere y ama, y todos sabemos
que más tarde el hijo dirá, Fue por mi bien, (…)” (pág. 136)
La segunda cita relata el ocultamiento de la tortura y
más que probable asesinato de un detenido en comisaría. Nos enfrenta de un modo
minucioso, tan característico de Saramago (el autor dialoga con el personaje y
lo pone en evidencia), a la vil cobardía y a las falsedades de un médico
canalla, que traiciona por miedo su juramento hipocrático y su conciencia:
“Dígame, doctor Romano, médico delegado de
salud, jure por la memoria de Hipócrates y sus actualizaciones en forma y
sentido, dígame, doctor Romano, aquí bajo este sol que nos alumbra, si es
realmente verdad que este hombre se ha ahorcado. Alza el doctor delegado de
salud su mano diestra, posa sobre nosotros sus ojos cándidos, es hombre muy
estimado en la ciudad, puntual en la iglesia y meticuloso en el trato social, y
habiéndonos mostrado su alma pura, dice, Si alguien tiene un alambre enrollado
dos vueltas en su propio cuello, con una punta sujeta a un clavo encima de la
cabeza, y si el alambre está tenso por causa del peso aunque parcial del
cuerpo, se trata, sin duda, técnicamente, de ahorcamiento y, habiendo dicho
esto, baja la mano y se va a sus ocupaciones, Pero mire, doctor Romano delegado
de salud, no vaya tan de prisa que todavía no es hora de cenar, si es que le
queda apetito después de aquello a lo que asistió, hasta me da envidia un
estómago así, dígame si no vio el cuerpo del hombre, si no vio las mataduras,
los verdugones, las llagas, los cardenales negros, el aparato genital
reventado, la sangre, Eso no lo vi, me dijeron que el preso se había ahorcado y
ahorcado estaba, no había más que ver, Será mentiroso, romano doctor y delegado
de salud, cuándo, cómo y por qué se ha aficionado a ese feo hábito de mentir,
No soy mentiroso, pero la verdad no la puedo decir, Por qué, Por miedo, Pues
vaya en paz, doctor Pilatos, duerma en paz con su conciencia, forníquela bien,
que ella bien los merece, a usted y a la fornicación, Adiós, señor autor,
adiós, señor doctor,” (204).