miércoles, 17 de diciembre de 2014

"UMBERTO D." DE VITTORIO DE SICA


               Esta película es la tercera de la trilogía neorrealista del gran director italiano y se estrenó en 1952. Menos conocida que Ladrón de bicicletas y Milagro en Milán, o la que fuera la pieza inaugural de este movimiento cinematográfico de la posguerra, Roma: città aperta de Rosellini (1945). No había tenido nunca oportunidad de verla y me ha emocionado tanto como las otras.

               Cuenta los apuros de un jubilado que intenta vivir en la capital romana con su miserable pensión. El dinero no le alcanza ni para pagar el alquiler de la habitación, de modo que la deuda mensual crece inexorable a la par que la amenaza de desahucio.

                Al protagonista le cuesta creer que esto pueda sucederle a él, después de toda una vida trabajando como funcionario respetado y respetable que siempre ha pagado los impuestos y le resulta inverosímil que puedan echarle a la calle por unos miles de liras de atraso cuando ha abonado el alquiler durante más de treinta años. Lo primero forma parte de la humillación personal de un nuevo sector marginal, lo segundo pertenece a la legalidad de la injusticia que se ha impuesto en el capitalismo. Ambas ataques son lacerantes y ante ellos se encuentra completamente indefenso.

               El guión, en colaboración con Cesare Zavattini y nominado para el Oscar, pone de relieve la situación de los ancianos que son vistos como una carga en una ciudad decadente que todavía se está lamiendo las heridas de la Segunda Guerra Mundial. Y hoy nos conmueve más si cabe porque esta historia individual trasciende más allá de la época, ya que el drama de los desahucios y el llegar a fin de mes de los jubilados que cobran míseras pensiones, o de los que no perciben nada, está de nuevo a la orden del día y se ha agravado aún más con la actual crisis en los países occidentales. Nos hablan cada vez más de las pensiones como una deuda social difícil de pagar, al tiempo que airean el falso paralelismo juventud-innovación, vejez-decrepitud.

               La cámara de Vittorio De Sica fotografía la perplejidad de este hombre ante el desamparo social mientras mantiene su higiene, su compostura y aspecto elegante en medio de la miseria. Nos emociona cuando tiene que desprenderse de sus mejores libros y malvender su reloj de marca para intentar solventar el pago. Le acompañamos por los ajados escenarios imperiales cuando acude a los comedores colectivos de los pobres y nos compadecemos por esa vergüenza que duele cuando se atreve a pedirle dinero a un conocido que le rehuye y más cuando no se arriesga a pedírselo a un buen amigo, quizás por la duda de que a lo peor también se lo niegue. Es su dignidad como persona la que nos conmueve y su resistencia a tener que humillarse lo que celebramos como seres humanos.

               Hay grandes aciertos en el cuadro de personajes y de sus relaciones: el contraste entre los modales exquisitos y la dulzura de don Umberto con la rudeza e insensibilidad de la patrona de la pensión; el mundo de los mendigos y la opulencia de los burgueses; la bondad de la joven criada con el anciano que, en justa compensación, le aporta consejos prácticos para encauzar sus cándidos amores y la ayuda a salir del analfabetismo “porque de los ignorantes todo el mundo se aprovecha”. Capítulo aparte merece el vínculo con el animal protagonista, el inteligente Flike que me recuerda mucho a Bruno, el perrillo que acaba de adoptar mi hija Anjana.

               El tono dramático y la expresión poética de la película dibujan un cuadro de la sociedad y de la condición humana y erigen un conjunto de valores morales ligados al humanismo y a la denuncia crítica. Esta mirada se combina con algunas pinceladas de humor que, además de suavizar la dureza de la narración, logran estupendos resultados. Ejemplos de ellos son el pasmo del anciano ante algunas eficaces maneras de pedir limosna o las demostraciones picarescas de quien sabe engañar a las monjas con falsas beaterías para quedarse unos días de más en el hospital.

               Este anciano que lo ha perdido todo, convertido en un lastre del que el sistema quiere deshacerse, es el paradigma de la tristeza y la soledad salvo por una sola compañía, la de su perro. Flike le obliga sin tiranías a ejecutar rutinas necesarias y es el único que despierta su sonrisa y sus caricias. Muestra la capacidad que tienen las mascotas para el alivio de la pena y como aliciente e impulso vital. Quizás son las escenas de la perrera municipal las de mayor patetismo y creo que, junto con el final mismo del film, representan una conciencia animalista sensible, así que también en este aspecto De Sicca tiene un pensamiento avanzado.

               El perro no sólo le da alegría y cariño al anciano en su desamparo social y personal, sino que lo aleja de la desesperación fatal, de manera que es la responsabilidad de Umberto sobre la vida de Flike la que precisamente salva su propia vida.


               Una película comprometida que, con el brillo de la difícil sencillez y de la autenticidad, muestra una historia de supervivencia y un magnífico retrato de la dignidad humana.