jueves, 27 de agosto de 2015

MUNRO Alice, Demasiada felicidad

               Lumen, Barcelona, 2010.    (Propiedad de la BUC Ex Novela 480)      
             
            Nadie hubiera apostado a que esta ama de casa madre de 2 niñas, que escribía en ratos libres en el cuarto de la plancha, ganaría el Premio Nobel de Literatura de 2013. Lo consigue a los 82 años con un género considerado por algunos como menor, el relato breve, por el que ha sido valorada como la “Chéjov canadiense”.

            Alice Munro (Ontario, 1931) se ha ganado a pulso el reconocimiento de la crítica y la difusión entre el gran público de forma gradual e imparable. Lo ha hecho con modestia, por la calidad de su escritura realista y a la vez llena de extrañeza; porque quien la lee una vez, repite.

        Ya me había llamado la atención esta escritora por su franqueza inusual en El progreso del amor, otra colección de sus cuentos comentada en este blog; ahora me ha conmovido. Hacía tiempo que no me impactaba tanto un libro. Cierto que en ello influye el momento en que hacemos la lectura, pero también hay razones de peso vinculadas a una temática y a una forma de narrar.

            Demasiada felicidad agrupa 10 relatos. El título del libro es el del último cuento, la historia, bastante triste, de una pionera matemática rusa de finales del siglo XIX. Tiene pues un sentido irónico porque, ni en éste ni en ninguno de los restantes, sobra la felicidad, sino todo lo contrario. Son historias protagonizadas en su mayoría por mujeres corrientes que viven acontecimientos penosos y se comportan de modo desconcertante: la madre que va visitar a la cárcel al marido que ha matado a sus tres hijos, tratando de explicarse el crimen y a sí misma; la mujer sola que recibe en su casa a quien sabe que es un asesino; amigas colegialas que exhiben su crueldad contra una compañera porque les disgusta su cara. Historias terribles que sabemos que ocurren a nuestro alrededor. Personas capaces de crear el horror o, por el contrario, ser sus víctimas y, en ambos casos, sobreponerse a los hechos, seguir viviendo su vida marcada; seres humanos incombustibles a quienes no vence la derrota.

            Munro, maestra del realismo, artífice de un estilo falsamente espontáneo, encuentra en el entorno suficiente material valioso para su obra: observa la realidad y a la gente normal con microscopio y disecciona los pensamientos y los sentimientos con un bisturí implacable que corta por lo sano. También sorprende la insólita sinceridad de lo que dicen y sus diálogos a bocajarro. Relatos crudos que retratan vidas cotidianas en las que la escritora introduce como al paso, sin darle mayor importancia, un elemento escalofriante. Asombra la hondura en el análisis de los hechos y de las reacciones a los mismos y que no juzga. Esas me parecen las claves de su escritura.

            La obra no me ha interesado por su dureza extremada ni porque me identifique con los personajes, sino por la sugestiva manera de contar la vida y esa permanente frustración de nuestros anhelos. Un continuum denso en el lenguaje directo y, al tiempo, abundante en elipsis, donde lo que no se dice importa tanto como lo que se dice.

           Un ejemplo de la franqueza aludida de su estilo es la réplica del joven Ken, al que su madre, Sally, no ve desde hace años:



            Mi vida, mi vida, mi evolución, qué podría descubrir de mi asqueroso yo. Mis metas. Mis gilipolleces. Mi espiritualidad, mi intelectualidad. No hay nada dentro, Sally. ¿Te importa que te llame Sally? Me resulta más fácil. Lo único que hay es lo de fuera, lo que haces, todos y cada uno de los momentos de tu vida. Desde que me di cuenta de eso soy feliz. (p. 130)