domingo, 9 de diciembre de 2018

SANTORI Xuan. 42.553 Después de Buchenwald


Conseyería d’Educación y Cultura y Ediciones Trabe, Uviéu, 2018.
            XXIII Premiu d’Ensayu “Máximo Fuertes Acevedo”.



            El testimonio del asturiano Vicente García Riestra, internado en el campo de exterminio nazi de Buchenwald, resulta sobrecogedor. Y no porque escarbe en los detalles macabros de aquel horror. Lo que nos impacta es la pureza de su palabra, la sinceridad que transmite y la verdad dolorida de un ser humano que nos revela por qué razones y sentimientos logró sobrevivir en el infierno.

            Es uno de los últimos supervivientes españoles del holocausto. Nació en Pola de Siero en 1925 y se mantiene todavía lúcido y vital en el día de hoy, a los 93 años de edad. Primero víctima de la guerra civil, tuvo que salir de Asturias en 1937 (su padre fue fusilado por los nacionales y un hermano también morirá en la contienda), cuando no era más que un rapacín de 12 años; primero, a un refugio miserable en Cataluña y, perdida la guerra en el 39, llegar andando hasta Francia, donde pasó con el resto de la familia, todas las penalidades de los republicanos españoles en el exilio del país vecino. A los 17 años, entra en la Resistencia y es detenido en 1943, junto con 31 compañeros franceses. Torturado por la Gestapo por no delatar a los otros, le deportan a este campo situado en territorio alemán donde llegaron a ingresar 250.000 prisioneros en sus ocho años de existencia. Tratados como animales, trasquilados, hambrientos, muertos de frío y sometidos a trabajos forzosos, fueron muchos los asesinados en este campo de Buchenwald (el libro deja constancia de 65.000 personas) y otros miles y miles murieron, o se dejaron morir, víctimas de las atroces condiciones. Cuando Vicente García fue liberado, después de 1 año, 2 meses y 18 días, tenía 20 años y pesaba 28 kilos.
            Un pijama de rayas, un número y un triángulo rojo con la letra S que le distingue como español (Spanier). Nos cuenta Vicente que los presos carecen de nombre e identidad y tienen que hacer enormes esfuerzos para preservar algunos rasgos de su humanidad. Han de resistir sin venirse abajo por completo al sadismo, la visión de las palizas y de los castigos hasta la muerte, los tiros en la nuca por el más insignificante motivo o la brutalidad salvaje de los kapos, los propios presos que se someten a los designios de las SS a cambio de mínimos privilegios. Y también cómo presencia en directo la metamorfosis de la deshumanización: las durísimas condiciones del encierro y la permanente exposición al peligro, la situación de miseria, hambre, miedo y agotamiento físico, llevan a muchos deportados a encerrarse en sí mismos, a caer en la insensibilidad e indiferencia emocional hacia los otros compañeros, les sume en la soledad absoluta. Es la muerte del alma.

            El libro está muy bien escrito. Su autor, narrador poeta, profesor, estudioso de la lengua y la cultura asturiana, construye un relato a dos voces, la de la víctima y la suya propia. El cuadro resultante es muy lúcido y ofrece muchos puntos para la reflexión. Además, ambas voces tienen un ingrediente común: contagiarnos la emoción. La del narrador se irradia en su exposición de los hechos, en el dibujo de los escenarios, en la visión y la reflexión sobre las consecuencias de las ideas y de los comportamientos. La del preso nos llega cercana y directa, desde la vivencia intensa de una persona corriente, igual a cualquiera de nosotros, a quien le ha tocado este destino trágico.
            Se compone de Prefacio, Prólogo, Epílogo, 28 capítulos y una Pregunta inicial de enorme calado cuya respuesta se explicita de forma rotunda en el relato. En la composición y edición, me parece muy eficaz el uso de una estructura paralela que se reitera de forma rítmica y continuada a lo largo de todo el libro. Y ella consiste en que, al comienzo de muchos capítulos, habla el autor y, a continuación el preso, tras una nítida barra de separación, siempre el mismo trazo en color, que indica al lector el dominio de cada emisor sin necesidad de anunciar textualmente el paso de uno a otro. El discurso del narrador que antecede al relato del deportado funciona, casi siempre, como carta de presentación y valoración global de lo que el prisionero va a contar con particular detalle y mayor extensión.
            Esa profunda pregunta inicial a la que he aludido es la siguiente: cuáles son las razones para alcanzar la supervivencia en estas circunstancias aterradoras. Por qué algunos consiguen mantener la moral y salir adelante y otros sucumben sin salvación posible. La actitud del condenado es la respuesta. Dice Vicente García: la clave estaba en saber que había una razón por la que estabas allí encerrado; un motivo por el que te habían llevado a aquel abismo; una lucha por la que tus enemigos te daban un castigo. Por terrible e irracional que fuera esa condena por lo que habías defendido era también la semilla de la esperanza, la fuerza para pasar de un día al día siguiente, el salvoconducto necesario para la vida. Quien no tenía ideales ni había luchado por ninguna causa; quien se preguntaba una y otra vez por qué a él, si él no había hecho nada, si era completamente inocente; quien no compartía que no hay motivos en este mundo por los que ningún ser humano tenga que acabar allí, ése se entregaba, moría sin remedio; no sobrevivía ninguno. Así, según interpretaban la situación y su dramatismo, se daban dos posturas: la de los derrotistas que se quedaban sin ninguna defensa y la de los que intentaban oponerse a ella organizados en Comités de Solidaridad, a veces con acciones minúsculas, pero con efectos extraordinarios para levantarles el ánimo. En definitiva, el quid estaba en la conciencia política y en la voluntad de resistir.
            La otra gran pregunta que nos hacemos ante la peripecia vital de este hombre que, de modo ejemplar y simbólico, representa a todas las víctimas del nazismo es cómo pudo producirse el genocidio del Tercer Reich, cómo se pudo planear, elaborar y llevar adelante esta clase de comportamientos tan despiadados y bestiales. Xuan Santori recurre a la certera reflexión que realiza Tzvetan Todorov en La memoria, ¿un remedio contra el mal?, que elaborara a propósito de los jemeres rojos camboyanos, pero perfectamente extensible a la Alemania de los treinta y cuarenta y a algunos alarmantes brotes de nuestra contemporaneidad. Explica Todorov que una reacción tal  de la sociedad proviene de la sensación de peligro que resulta amenazante y del miedo que provoca este sentimiento; la gente se convence de que es preciso defenderse, incluso matar para que no te maten. La segunda reacción proviene del discurso, por falso que sea, que se basa en que se va a mejorar el estado actual de las cosas, el propio y el de la comunidad. Si el fin que se busca es sublime, todos los sufrimientos y sacrificios se justifican. El sueño es una sociedad purificada, expurgada de sus enemigos y finalmente “libre del mal”.
            El mal siempre son los otros, a los que vemos como diferentes, los que consideramos inferiores, sin derechos como personas. Los que son contemplados como peligro y amenaza de nuestro modo de vida, los que vienen a privarnos de algo que consideramos exclusivamente nuestro. Primero se les niega la personalidad humana y a continuación se dispone de su vida. En la Alemania nazi, se les interna en los campos de trabajo, se les mata de hambre, se les extermina en los hornos crematorios. En nuestra despiadada actualidad, asistimos al abandono y la expulsión genocida de los miles de inmigrantes por el hambre y las guerras, que llegan en pateras o andando, que saltan las vallas de las concertinas, que se ahogan en el mar, que malviven o mueren tras los muros de Europa y de Estados Unidos.

            Se nos presenta el relato biográfico en una cuidada edición que incorpora fotografías originales de documentos, lugares, imágenes del campo y rostros difíciles de olvidar. Nos ofrece un asturiano de gran expresividad y lleno de matices, un habla con el estilo sentencioso, el gracejo y la sorna tan propios de nuestra lengua. Como muestra, este diálogo entre Vicente y un compañero de las Brigadas Internacionales que le echa una mano:
            “Una vez, al poco entrar nel campu, esplícome: “Cuando te llamen p’alministración pa facete los papeles y te pregunten pol oficiu, tu dices que cocineru. Sí, ya sé qu’igual nun ye verdá, pero eso equí nun importa”. Yo contesté-y: “¡Pero si yo nun vi un cazu na vida!”. Y él: “Ye igual, porque equí nun hai nadie que sía profesional. A los mayestros mándenlos pa la cantera. A los intelectuales pónenlos a barrer. Equí nun hai categoría nenguna. Asina que tu, cocineru”.”
            No obstante, sería deseable una pronta traducción de la obra al castellano para asegurar su más amplia y merecida difusión.

            Aquí tenemos pues, a pesar de su dureza, este hermoso y valioso libro para rescatar desde una experiencia individual lo que nos concierne a todos: la capacidad humana de resistir ante el monstruo, la convicción de la posibilidad del bien en el mundo, la certeza de que esta vida es digna de ser vivida. Y ante quienes quieren sepultar la memoria histórica o falsear la propia historia, una prueba más para que se sepa la verdad, para que no se olvide y para que no vuelva a suceder. Porque la repetida frase de que quien no conoce su pasado está condenado a repetirlo, con los vientos que corren hoy día, empieza a darme cada día más miedo y más vergüenza. Porque ya se está repitiendo, y ante nuestros ojos despavoridos.