Esta película es
la tercera de la trilogía neorrealista del gran director italiano y se estrenó
en 1952. Menos conocida que Ladrón de
bicicletas y Milagro en Milán, o
la que fuera la pieza inaugural de este movimiento cinematográfico de la
posguerra, Roma: città aperta de Rosellini
(1945). No había tenido nunca oportunidad de verla y me ha emocionado tanto
como las otras.
Cuenta
los apuros de un jubilado que intenta vivir en la capital romana con su
miserable pensión. El dinero no le alcanza ni para pagar el alquiler de la
habitación, de modo que la deuda mensual crece inexorable a la par que la
amenaza de desahucio.
Al protagonista le cuesta creer que esto pueda
sucederle a él, después de toda una vida trabajando como funcionario respetado
y respetable que siempre ha pagado los impuestos y le resulta inverosímil que puedan
echarle a la calle por unos miles de liras de atraso cuando ha abonado el
alquiler durante más de treinta años. Lo primero forma parte de la humillación
personal de un nuevo sector marginal, lo segundo pertenece a la legalidad de la
injusticia que se ha impuesto en el capitalismo. Ambas ataques son lacerantes y ante ellos se
encuentra completamente indefenso.
El
guión, en colaboración con Cesare Zavattini y nominado para el Oscar, pone de
relieve la situación de los ancianos que son vistos como una carga en una ciudad
decadente que todavía se está lamiendo las heridas de la Segunda Guerra Mundial.
Y hoy nos conmueve más si cabe porque esta historia individual trasciende más
allá de la época, ya que el drama de los desahucios y el llegar a fin de mes de
los jubilados que cobran míseras pensiones, o de los que no perciben nada, está
de nuevo a la orden del día y se ha agravado aún más con la actual crisis en
los países occidentales. Nos hablan cada vez más de las pensiones como una
deuda social difícil de pagar, al tiempo que airean el falso paralelismo
juventud-innovación, vejez-decrepitud.
La
cámara de Vittorio De Sica fotografía la perplejidad de este hombre ante el
desamparo social mientras mantiene su higiene, su compostura y aspecto elegante
en medio de la miseria. Nos emociona cuando tiene que desprenderse de sus
mejores libros y malvender su reloj de marca para intentar solventar el pago. Le
acompañamos por los ajados escenarios imperiales cuando acude a los comedores
colectivos de los pobres y nos compadecemos por esa vergüenza que duele cuando
se atreve a pedirle dinero a un conocido que le rehuye y más cuando no se arriesga
a pedírselo a un buen amigo, quizás por la duda de que a lo peor también se lo
niegue. Es su dignidad como persona la que nos conmueve y su resistencia a tener
que humillarse lo que celebramos como seres humanos.
Hay
grandes aciertos en el cuadro de personajes y de sus relaciones: el contraste
entre los modales exquisitos y la dulzura de don Umberto con la rudeza e
insensibilidad de la patrona de la pensión; el mundo de los mendigos y la
opulencia de los burgueses; la bondad de la joven criada con el anciano que, en
justa compensación, le aporta consejos prácticos para encauzar sus cándidos amores
y la ayuda a salir del analfabetismo “porque de los ignorantes todo el mundo se
aprovecha”. Capítulo aparte merece el vínculo con el animal protagonista, el inteligente
Flike que me recuerda mucho a Bruno, el perrillo que acaba de adoptar mi hija Anjana.
El
tono dramático y la expresión poética de la película dibujan un cuadro de la
sociedad y de la condición humana y erigen un conjunto de valores morales
ligados al humanismo y a la denuncia crítica. Esta mirada se combina con
algunas pinceladas de humor que, además de suavizar la dureza de la narración,
logran estupendos resultados. Ejemplos de ellos son el pasmo del anciano ante
algunas eficaces maneras de pedir limosna o las demostraciones picarescas de
quien sabe engañar a las monjas con falsas beaterías para quedarse unos días de
más en el hospital.
Este
anciano que lo ha perdido todo, convertido en un lastre del que el sistema
quiere deshacerse, es el paradigma de la tristeza y la soledad salvo por una
sola compañía, la de su perro. Flike le obliga sin tiranías a ejecutar rutinas
necesarias y es el único que despierta su sonrisa y sus caricias. Muestra la
capacidad que tienen las mascotas para el alivio de la pena y como aliciente e
impulso vital. Quizás son las escenas de la perrera municipal las de mayor
patetismo y creo que, junto con el final mismo del film, representan una
conciencia animalista sensible, así que también en este aspecto De Sicca tiene
un pensamiento avanzado.
El
perro no sólo le da alegría y cariño al anciano en su desamparo social y
personal, sino que lo aleja de la desesperación fatal, de manera que es la
responsabilidad de Umberto sobre la vida de Flike la que precisamente salva su
propia vida.
Una
película comprometida que, con el brillo de la difícil sencillez y de la
autenticidad, muestra una historia de supervivencia y un magnífico retrato de la
dignidad humana.
Excelente crítica de esta película, lástima que me la haya perdido, intentaré verla de alguna manera en algún momento de sosiego, aunque sea con el corazón en un puño, por lo que dices de ella. Lástima que la vida se repita de este modo infame a veces y que ciertas miserias, penurias e injusticias sean atemporales.
ResponderEliminarMagnífico y sentido análisis...
ResponderEliminarHola. Te he nominado al Premio Dardos http://elblogdelafabula.blogspot.com.es/2015/04/premio-dardos.html
ResponderEliminarEs un premio que se da entre blogueros. En el enlace de arriba verás en qué consiste. Un saludo y enhorabuena por tu blog
¡Qué ilusión! Muchas gracias Rosa, aunque no te conozco todavía. Yo pensé que no me leía casi nadie, porque le dedico muy poco tiempo al blog. A partir de ahora, me esforzaré más.
EliminarNo tengo claro las normas que debo cumplir para la nominación, por favor ponte en contacto conmigo: isabel.tejerina@unican.es