Novela poética, con rasgos de humor y ribete de
tragedia
Lo
primero que sorprende al encontrarnos con esta novela es el diseño de la
portada y la contraportada (Ana Freire): título en dos tintas; una hermosa
imagen de un trigal que preside una solitaria amapola y… el nombre de Juan
Manuel Freire, casi escondido en una esquina, y con una letra diminuta. Por
demás, la reseña biográfica del autor alcanza un punto insólito de humildad. Recoge
su larga trayectoria en la dirección teatral en un breve párrafo y señala que
es autor de una obra publicada: “Y don Quijote
se hace actor”. Pero, ¡bueno!, digo yo,
si Freire se ha pasado la vida escribiendo y conocemos hasta 16 textos teatrales, todos estrenados, y con gran
éxito. ¡Rara avis un escritor que
parece querer pasar desapercibido en estos tiempos de vanagloria! Conclusión,
lo valioso para él es la obra que nos entrega.
Los
que amamos y vivimos entre libros, tenemos difícil la elección entre tanto como
hoy se publica. Debo confesar que la primera vez que leí Desde el cuarto de Amadora (aún inédita), se me hizo larga; son 430 páginas y no la disfruté, seguramente
iba con mis prisas habituales. Ahora puedo afirmar con total sinceridad que me
ha gustado mucho. Hay que leerla con calma, degustándola como una fruta madura,
saboreándola en cada párrafo como un buen alvariño.
Tiene
calidad literaria y dominio de los recursos expresivos necesarios para enganchar
al lector.
La trama se configura en torno a
la conversación prolongada entre tío y sobrino en la casona familiar, la Casa
Grande: la memoria un tanto errática del tío que cuenta sus recuerdos y un
sorprendente sobrino que escucha atentamente. Apariencia y realidad, nunca está
claro si habla el recuerdo o la fantasía. Y es que, como dice Luis
Landero: “Una historia es el único
refugio digno de la mentira” ("Retrato
de un hombre inmaduro", 72). De telón de fondo, la lenta agonía de la costurera Amadora que entona la melodía: “Amapola, lindísima amapola…”. Mero
pretexto éste para levantar un edificio narrativo colmado de poesía.
Dispone
el narrador, paso a paso, la creación de un universo rural gallego-asturiano,
un mundo casi mítico, perdido en el tiempo, donde se combinan el costumbrismo
de una época situada setenta años atrás y el realismo mágico: el campo florece
y se puebla de amapolas fuera de tiempo, cuando se escucha la vieja canción. Un
espacio dominado por una naturaleza rebosante de árboles, pájaros, insectos,
plantas, frutos, flores. Demuestra Freire una sensibilidad especial y un
conocimiento ingente de los nombres y de los atributos de animales y vegetales,
que evoca con sumo detalle y morosidad. Despliega una enorme capacidad de
observación y de análisis; hasta tal punto que me ha dado por pensar que
quienes le tratamos de cerca deberíamos estar más vigilantes cuando él está
presente, no vaya a pasarnos factura su condición contemplativa. En la Agrupación Escénica Unos Cuantos, el grupo de teatro en que
nos dirige, más de uno imita muy bien su gesto reflexivo con la mejilla de lado
reposando en la mano.
El
yo narrativo es el sobrino que, además de escuchar y observar con gran interés,
intercala sus propios recuerdos y cavilaciones con la madurez de un adulto. Y, a
veces, a este alter ego del autor, se
le escapa su oficio de dramaturgo en el relato: “El mirlo cantaba como si tuviera público”. En ocasiones, el propio
autor se asemeja a algunos de sus personajes. Por ejemplo, en su figura menuda
y lenguaje refinado, ¿acaso el maestro de nombre singular, Tequeteque Menudita
Pisaflores, no nos recuerda a Freire?
La galería de protagonistas,
algo estrafalarios y siempre entrañables, que entrelazan sus acciones de la
vida cotidiana, es amplia y pintoresca: Poldín (el niño que quiere poblar de
cotorras el bosque y tiene “un candor muy
descarado”), el tío abuelo Belarmino (que siempre está ido), la tía
Rosalinda (inventora de historias), la mandona tía Sagrario, la abuela
protectora, el doctor Taboada, doña Isaura que chapurrea en francés cuando se pone
nerviosa, la Amaranta mayor (soltera romántica), el indiano don Secundino Pita,
Generosa (la soltera invisible), el perturbado Juanón, Tuco el del Penón
y sus peroratas, el cándido Perico (el mendigo que atesora libros), don
Raimundo (un soltero de oro), el cura don Fructuoso, etc. Nos traen a la
memoria prototipos de época, incluso algunas de nuestras figuras familiares;
nos acercan el pasado con emoción.
Su
texto entero: narración, monólogos y diálogos, es prosa poética, plagada de
imágenes, metáforas, símiles y símbolos, apelativos, personificaciones…, y casi
podríamos hablar de cierto animismo rural: “el
bastón espera apoyado en un tilo”. Un lenguaje cuidadoso y prolijo en su
retrato del paisaje y del paisanaje de un pueblo pequeño rico en tradiciones.
Resalta el léxico culto, preciso, sin
pedantería: “Pero, conviviendo con el
temor, aquel espacio suscitaba en mí el interés ante lo ignoto, la curiosidad
que me despertaba un mundo oculto y arcano.” (pág. 284), así como su labor
de rescate de vocablos perdidos o en desuso: zapico, 26; cancela, 36; pianola, 41; picaporte, 44; pitirón, 91;
roldana, 101; tora, 121; goño, 373; falleba, 386; mancuerda, 391, arcea, 399…
Hay
un humor sutil, muy a la gallega, (Torrente
Ballester, Álvaro Cunqueiro, Cela),
que se va dejando caer, que se va destilando en el dibujo de los protagonistas
y en la recreación de las situaciones. Vgr.: El recado que va pasando de mano
en mano y transformándose de emisario en emisario; las graciosas
elucubraciones de Juanón que, tras escuchar a un pájaro parlante se empeña en
que todas las aves saben y deben hablar: arrendajo, canario, flauta, estornino,
petirrojo, paloma, tórtola, pardón…, donde además queda patente la sabiduría y afición
ornitológica del autor (págs. 233-236).
Sobresalen capítulos enteros
memorables, que provocan la carcajada, como el de la declaración de amor de Juanón
a Generosa, los tres capítulos enlazados en torno a la censura de las geniales cartas
entre el soldado enamorado, Tuco el del Penón, y la niñera Josefa o la joya del
sermón apocalíptico de fray Remigio en la iglesia del pueblo, similar al que muchos
hemos escuchado estremecidos en nuestros ya lejanos Ejercicios Espirituales de
los años sesenta.
Quiero
resaltar, asimismo, el uso de un recurso metaliterario en un capítulo sin
desperdicio titulado “Garcilaso de la
Vega”, en el que, con especial acierto, trae a colación un famoso soneto
amoroso del poeta renacentista en el parloteo del guacamayo, aquel que termina
con estos versos:
“Por
vos nací, por vos tengo la vida,
Por vos he de morir y por vos muero.
No
en vano Freire ha sido, durante toda su carrera profesional, un gran profesor
de Lengua y Literatura en Bachillerato.
A
lo largo de la novela, el tiempo narrativo se sitúa fuera de la historia. Llama
la atención la ausencia de fechas y de acontecimientos históricos hasta la
página 290, en que aparece una breve alusión al “frente de la guerra”. Sabemos,
porque se señala al principio, y en única vez, que el relato del tío se sitúa en
el año 1937. ¿Entonces? ¿Cómo es que no aparece la guerra civil hasta la página
350 de la novela, me preguntaba yo, según la iba leyendo? Ahora creo que este llamativo
silencio forma parte del significado de la obra. Es una metáfora de la
sociedad: nada sucede por grave que sea, hasta que me toca a mí. En efecto,
bruscamente surge un capítulo brutal e inesperado: “La hoguera”, que detalla la
quema de los libros en la plaza del pueblo, a manos de “reclutas lampiños”, capitaneados por un oficial fascista. Lo cuenta
Freire en tono estremecido, desnudo de juicios de valor en la expresión del
dolor por la destrucción de la sabiduría. Nos trae los ecos de la novela de su
paisano coruñés, Manuel Rivas: “Los
libros arden mal” (2006).
A
partir de este momento, se acaba el realismo mágico y empieza el disparate. La
calma melancólica al estilo de Rosalía de Castro se hace añicos. Como una
llamarada, desde este episodio y hasta el final, a lo largo de 25 breves
capítulos o escenas, irrumpe la guerra civil, y todo se trastoca. Nos
enfrentamos de golpe al asalto feroz a esta simbólica villa sin nombre por
parte del Ejército Nacional, no tan Glorioso, a la rabia colérica del mando
militar frente a la tristeza impotente de los paisanos… hasta llegar al clímax
en un final que no voy a desvelar, pero que alcanza un punto de extrema
crueldad contra el inocente y que se funde con la dilatada muerte de Amadora.
En
fin, os invito a leer esta primera novela publicada, literatura de la buena, de
un escritor que ya estaba consagrado en literatura dramática. Alguno dirá:
¡Cuántos elogios! ¡Claro, como son amigos! Tendrá razón. Pero además, se cumple
lo que decía García Márquez: “Escribo
para que me quieran más mis amigos”. Es verdad, a Freire los amigos cuanto
más lo leemos más lo queremos. Y todos y todas nos alegramos cada vez que se
supera a sí mismo.
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