Este sábado
de primavera, 15 de junio de 2013, se celebra en Colombres, pueblo limítrofe
entre Cantabria y Asturias, un nuevo homenaje a un luchador que ha resistido
todas las penalidades imaginables como precio por su lealtad a la causa
republicana.
Felipe
Matarranz tiene 97 años bien cumplidos. Los lleva airoso con la cabeza erguida
y lúcida, y todos sus amigos confiamos en que, al paso que va, llegará a ser el
más viejo del mundo, como lo es hoy la japonesa Misao Okawa con sus 115 aniversarios.
Este anciano rebelde es un hombre afable y sin odio, que guarda la huella y la
memoria de la lucha del pueblo español contra el fascismo. Un símbolo vivo,
entre tantos muertos, de nuestra cruel guerra y, también, de la posguerra, más
cruel aún, porque los vencedores del levantamiento militar contra la República ya
no se jugaban nada y, sin embargo, o quizás por ello, mostraron el desprecio criminal
a la condición humana y se ensañaron como fieras con los vencidos y sus
familias.
Sabemos poco
todavía de aquella guerra “incivil” y menos todavía de la década del espanto
mudo, los diez primeros años de la paz franquista. Demasiados muertos sin
sepultura, demasiados silencios de la gente aplastada, demasiados pactos contra
la memoria histórica en nuestra descafeinada democracia. Impunidad para los
verdugos y ninguna reparación a las víctimas Por eso impresiona tanto la
lectura del testimonio de este protagonista, publicado en La Habana en 1987:
“Manuscrito de un superviviente”. Es la verdad descarnada y a cara perro de una
tragedia colectiva y personal que narra con una prosa cuidada y emocionante,
desde la pluma esforzada de un hombre sin estudios que posee la sabiduría del
dolor y de la experiencia marcada a fuego.
En la
guerra, un chavalín entusiasta: el hambre, el frío, la lucha sin oficiales con
formación adecuada, sin avituallamiento, sin hospitales de campaña, y el
combate con viejos fusiles y escopetas de caza contra los aviones alemanes. Su
ardor es traspasado por un balazo y le dan por muerto. En la postguerra, la
juventud entre rejas: la cárcel negra, más hambre insoportable, más frío gélido,
meses de incomunicación por no delatar a los camaradas, trabajo extenuante,
ensañamiento de los guardianes, tortura sin freno: palizas con vergajos de
toro, corrientes eléctricas, picana. Consejo de Guerra en Torrelavega en el que
le condenan a muerte a los 22 años, meses a la espera angustiosa de la
ejecución; y tras la conmutación por cadena perpetua, otro Consejo de Guerra y una
segunda condena a muerte. Condiciones infrahumanas en mazmorras franquistas en las
que matar 500 piojos al día era normal, había que hacer las necesidades en el “zambullo“, un caldero de zinc a la vista de
todos, y comer sólo la bazofia carcelaria. Su gran envergadura física queda
reducida a 32 kilos de peso, un esqueleto que no se tenía en pie. El suplicio
cotidiano encima se aderezaba con la farsa de la misa obligatoria y la lectura
del periódico de titulo sádico: “Redención”,
que para mayor escarnio suponía la eliminación de las visitas para el preso
que se negara a subscribirlo.
Así que una
noche, el que cantaba a la vida y al progreso para todos, intenta un suicidio
para escapar de aquel sufrimiento sin esperanza, para no ver morir a los compañeros
de avitaminosis, para no seguir escuchando aquel desgarrador: “hasta nunca”, con
el que los seleccionados para las “sacas” se despedían para siempre. Felipe los
contó uno a uno: mil novecientos treinta y tres reclusos fueron fusilados en los
distintos penales en que estuvo preso.
Uno se
pregunta cómo pudo aquel pobre muchacho sobrevivir a este sinfín de horrores y
viéndole ahora deduces que ha sido por su enorme coraje, su resistencia física
y moral y, sobre todo, por sus convicciones, por la fuerza de sus ideales
revolucionarios. Por encima de todo, hay una grandeza en esta persona que te
sobrecoge y es que, además de su entrega a los valores de la justicia y la
libertad, las duras pruebas infligidas a su cuerpo y las cicatrices tatuadas en
su alma no le han llevado al rencor ni a la amargura.
Es un ser extraordinario
y modesto que ha conseguido superar la tristeza de la derrota, la opresión y
explotación de la cárcel, el miedo al chivatazo del vecino, el deseo de
venganza y las vicisitudes del tiempo de su difícil función como “enlace” de los
maquis en la sierra de Cuera y sus alrededores. Con más esfuerzo si cabe, se ha
enfrentado al estupor doloroso ante el olvido y el abandono de los últimos
guerrilleros refugiados en los montes por parte del gobierno republicano en el exilio
y de la dirección del partido comunista.
Un hombre duro
y tierno a la vez, que siempre esconde una lágrima cuando te cuenta el calvario
de su madre, la pena infinita por esa “viejina y mártir” que soporta como puede
toda la represión despiadada contra él y sus hermanos: el campo de
concentración de su hermano Cosme; la disparatada condena a muerte de su
hermana Antolina por coser los uniformes de los soldados “rojos”, o ese
episodio conmovedor cuando, sin comida y sin dinero, se pone en camino desde La
Franca a La Felguera dispuesta a recorrer a pie los ciento cuarenta kilómetros
que la separan de su hijo herido e ingresado en el hospital asturiano.
Compañero Felipe
eres, en estos tiempos de escepticismo y escaso compromiso, una “rara avis”. “Capitán
Lobo”, me alegra la coincidencia de mi apellido materno con tu más conocido
apodo, representas un claro ejemplo de la resistencia del espíritu humano. Has
tenido que sufrir más que nadie con la perversión de nuestra utopía más querida,
la comunista, aunque nunca te has dejado dominar por el derrotismo pesimista de
que no merece la pena tanto esfuerzo y sacrificio y alimentas día a día un
optimismo basado en que los sueños nunca se alcanzan, pero nos permiten avanzar,
y en la máxima de Cicerón sobre que los pueblos que olvidan su historia están
condenados a repetirla. Te damos las gracias.