viernes, 24 de mayo de 2013

CSÁTH Géza, Cuentos que acaban mal


CSÁTH Géza, Cuentos que acaban mal, El Nadir, Valencia, 2007.

            (Propiedad personal).

             Bajo este sugerente título -quizás más acertado hubiera sido el de Cuentos del mal, porque de una honda indagación sobre el lado oscuro de la naturaleza humana se trata en gran parte de ellos-, se reúnen en este volumen un conjunto de 18 relatos breves. Como tres de ellos se despliegan en otros, el  total es de 30 cuentos con temática variada: sueños, escenas costumbristas, el opio, la locura o la muerte y, muy en especial, el triunfo impune de la maldad.
 
            Géza Csáth (1887-1919), seudónimo de József Brenner, fue médico psiquiatra de tendencia freudiana, artista brillante, violinista, pintor, crítico musical, narrador, poeta y dramaturgo. Se hizo adicto a la morfina, cuando volvió gravemente enfermo de la I Guerra Mundial, pasó varias veces por el psiquiátrico y acabó por asesinar a su esposa y morir a los 32 años en su segundo intento de suicidio. Experimentó con pasión el mundo de la droga como actitud vital y acabó devorado por ella. Escritor maldito y difícil de clasificar, se enfrenta a su obra sin convencionalismos burgueses y desde la verdad radical.
 
            Cuentos que acaban mal es su primera obra traducida al español, seguida por su atrevido Diario de Géza Csáth (2009), también publicada por El Nadir. Me voy a detener en la fascinación por el tema del mal. La maldad posee un innegable impacto y misterioso atractivo en distintos órdenes de la vida y del arte, también en la literatura. ¿Cuál es la razón? ¿Por qué concita nuestro interés? Con independencia de las muchas teorías sobre si el origen del mal está en la propia genética humana; es una creación divina o bien sólo un resultado de la influencia cultural y social, etc.; más allá o más acá de tantas referencias ilustres como la inocencia primitiva del “buen salvaje” (Rosseau), el “instinto de muerte” (Freud, Jung o Fromm), la metáfora sartriana en torno a que “el infierno son los otros” o la borgiana “historia universal de la infamia”, participo de la creencia generalizada de que la dualidad bien/mal late en cada uno de nosotros. Salvo los casos patológicos, tenemos devoción por el bien y, en mayor o menor medida, una inclinación natural hacia la maldad que la mayoría, desde niños, reprimimos en el intento de cumplimiento de los códigos de la moral establecida y de la ética personal, así como del objetivo de la imagen positiva y satisfecha de nosotros mismos que, no sin esfuerzo, vamos labrando.
 
            Esta cuidada selección constituye una mezcla de agilidad narrativa, contundencia amarga y humor negro. La crítica ha revelado la influencia de Géza Csáth en otros escritores húngaros: la crueldad de Agota Kristof, la ironía amarga de Kosztolanyi o la misoginia de Sándor Márai. La presencia del narrador-personaje (testigo o protagonista) dota a estos relatos de una inusual verosimilitud que hace creíble la maldad sin límite ni finalidad; una mirada que no se detiene ante ninguna frontera del sadismo o la violencia gratuita, y que se sitúa en el límite de lo soportable para el lector. Sus tramas están bien urdidas y se completan con logrados desenlaces: sorprendentes (“La rana”), burlones (“El cirujano”, “Padre e hijo”, “Trepov en la mesa de disección), escalofriantes (“El silencio negro”, “La pequeña Emma”, “Matricidio”) y, en todo caso, siempre redondos. Los personajes malvados que crea este escritor, que disecciona el mal con sus ojos de tigre, son seres anestesiados emocionalmente, resentidos o simplemente sádicos, que te hielan la sangre; más cuando son niños o adolescentes. Son cuentos modélicos en su construcción formal y su estilo transparente y Csáth pasará a la historia con su breve obra como un verdadero maestro del relato corto.
 
            Si tuviera que elegir los 4 mejores cuentos de estos 30 cuentos buenos, señalaría, por un lado: “El silencio negro”, “Matricidio” y “La pequeña Emma”, un trío de historias estremecedoras que presentan la demencia bestial hacia un hermano pequeño, el primer cuento; la maldad salvaje de unos adolescentes que indagan en el sufrimiento de los animales por placer y matan a su madre con total frialdad, el segundo, y la crueldad en estado puro de unos niños, el tercero. Tal vez éste último, “La pequeña Emma”, sea el más espantoso. Supone una búsqueda profunda en las raíces conscientes e inconscientes del mal y en torno a su placer mórbido. Narrado en primera persona, mediante el recurso de un diario infantil encontrado muchos años después, cuenta la educación perversa de un maestro despiadado y las acciones criminales de unos niños satánicos que se ensañan con el dolor antes de irse a merendar tan tranquilos: ahorcan a un perrito, diseccionan en vivo a un gato y entre cuatro compañeros de clase, dos muchachos y dos niñas, cuelgan de una soga a la pequeña Emma por envidia, por venganza, por violencia irracional ante un ángel hermoso al que había que exterminar. Sin duda, la comparación con la soberbia película de Michael Haneke, La cinta blanca (2009), nos resulta inevitable. Por último, en cuarto lugar, destacaría “Padre e hijo”, espléndida muestra de humor negro en esa reclamación del cadáver del padre en la morgue, la sátira contra el ingeniero bien afeitado que pasa de inmediato del sentimiento de pena al de la vergüenza ante unos estudiantes de medicina y que culmina con la imagen de la danza insólita -me atrevería a decir que algo tierna- del hijo que abraza torpemente el hermoso esqueleto de su padre por el corredor adelante.

            Budapest, la bella capital de Hungría, gótica y gélida, pudiera ser el escenario perfecto de estas historias atroces que atrapan por su originalidad y calidad expresiva, por su estilo conciso y directo: un bisturí clavado en las entrañas de la maldad y de los malvados, insensibles al dolor ajeno, ajenos a la responsabilidad moral, verdugos de los débiles.
 
            Relatos magistrales difíciles de olvidar, un alucinante retrato del mal, un aprendizaje seductor, que nos alerta para que mantengamos vigilado y controlado a nuestro Mr Hyde particular, o al del vecino.

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