Conseyería
d’Educación y Cultura y Ediciones Trabe, Uviéu, 2018.
XXIII
Premiu d’Ensayu “Máximo Fuertes Acevedo”.
El
testimonio del asturiano Vicente García Riestra, internado en el campo de
exterminio nazi de Buchenwald, resulta sobrecogedor. Y no porque escarbe en los
detalles macabros de aquel horror. Lo que nos impacta es la pureza de su
palabra, la sinceridad que transmite y la verdad dolorida de un ser humano que
nos revela por qué razones y sentimientos logró sobrevivir en el infierno.
Es uno de
los últimos supervivientes españoles del holocausto. Nació en Pola de Siero en
1925 y se mantiene todavía lúcido y vital en el día de hoy, a los 93 años de
edad. Primero víctima de la guerra civil, tuvo que salir de Asturias en
1937 (su padre fue fusilado por los nacionales y un hermano también morirá en
la contienda), cuando no era más que un rapacín de 12 años; primero, a un
refugio miserable en Cataluña y, perdida la guerra en el 39, llegar andando
hasta Francia, donde pasó con el resto de la familia, todas las penalidades de
los republicanos españoles en el exilio del país vecino. A los 17 años, entra
en la Resistencia y es detenido en 1943, junto con 31 compañeros franceses.
Torturado por la Gestapo por no delatar a los otros, le deportan a este campo
situado en territorio alemán donde llegaron a ingresar 250.000 prisioneros en
sus ocho años de existencia. Tratados como animales, trasquilados, hambrientos,
muertos de frío y sometidos a trabajos forzosos, fueron muchos los asesinados
en este campo de Buchenwald (el libro deja constancia de 65.000 personas) y
otros miles y miles murieron, o se dejaron morir, víctimas de las atroces
condiciones. Cuando Vicente García fue liberado, después de 1 año, 2 meses y 18
días, tenía 20 años y pesaba 28 kilos.
Un pijama de
rayas, un número y un triángulo rojo con la letra S que le distingue como
español (Spanier). Nos cuenta Vicente
que los presos carecen de nombre e identidad y tienen que hacer enormes
esfuerzos para preservar algunos rasgos de su humanidad. Han de resistir sin
venirse abajo por completo al sadismo, la visión de las palizas y de los
castigos hasta la muerte, los tiros en la nuca por el más insignificante motivo
o la brutalidad salvaje de los kapos, los
propios presos que se someten a los designios de las SS a cambio de mínimos privilegios.
Y también cómo presencia en directo la metamorfosis de la deshumanización: las
durísimas condiciones del encierro y la permanente exposición al peligro, la
situación de miseria, hambre, miedo y agotamiento físico, llevan a muchos deportados
a encerrarse en sí mismos, a caer en la insensibilidad e indiferencia emocional
hacia los otros compañeros, les sume en la soledad absoluta. Es la muerte del
alma.
El libro
está muy bien escrito. Su autor, narrador poeta, profesor, estudioso de la
lengua y la cultura asturiana, construye un relato a dos voces, la de la
víctima y la suya propia. El cuadro resultante es muy lúcido y ofrece muchos
puntos para la reflexión. Además, ambas voces tienen un ingrediente común: contagiarnos
la emoción. La del narrador se irradia en su exposición de los hechos, en el
dibujo de los escenarios, en la visión y la reflexión sobre las consecuencias
de las ideas y de los comportamientos. La del preso nos llega cercana y
directa, desde la vivencia intensa de una persona corriente, igual a cualquiera
de nosotros, a quien le ha tocado este destino trágico.
Se compone
de Prefacio, Prólogo, Epílogo, 28 capítulos y una Pregunta inicial de enorme
calado cuya respuesta se explicita de forma rotunda en el relato. En la
composición y edición, me parece muy eficaz el uso de una estructura paralela
que se reitera de forma rítmica y continuada a lo largo de todo el libro. Y
ella consiste en que, al comienzo de muchos capítulos, habla el autor y, a
continuación el preso, tras una nítida barra de separación, siempre el mismo
trazo en color, que indica al lector el dominio de cada emisor sin necesidad de
anunciar textualmente el paso de uno a otro. El discurso del narrador que antecede
al relato del deportado funciona, casi siempre, como carta de presentación y
valoración global de lo que el prisionero va a contar con particular detalle y mayor
extensión.
Esa profunda
pregunta inicial a la que he aludido es la siguiente: cuáles son las razones
para alcanzar la supervivencia en estas circunstancias aterradoras. Por qué
algunos consiguen mantener la moral y salir adelante y otros sucumben sin
salvación posible. La actitud del condenado es la respuesta. Dice Vicente
García: la clave estaba en saber que había una razón por la que estabas allí
encerrado; un motivo por el que te habían llevado a aquel abismo; una lucha por
la que tus enemigos te daban un castigo. Por terrible e irracional que fuera
esa condena por lo que habías defendido era también la semilla de la esperanza,
la fuerza para pasar de un día al día siguiente, el salvoconducto necesario
para la vida. Quien no tenía ideales ni había luchado por ninguna causa; quien
se preguntaba una y otra vez por qué a él, si él no había hecho nada, si era
completamente inocente; quien no compartía que no hay motivos en este mundo por
los que ningún ser humano tenga que acabar allí, ése se entregaba, moría sin
remedio; no sobrevivía ninguno. Así, según interpretaban la situación y su
dramatismo, se daban dos posturas: la de los derrotistas que se quedaban sin
ninguna defensa y la de los que intentaban oponerse a ella organizados en Comités de Solidaridad, a veces con
acciones minúsculas, pero con efectos extraordinarios para levantarles el ánimo.
En definitiva, el quid estaba en la conciencia política y en la voluntad de
resistir.
La otra gran
pregunta que nos hacemos ante la peripecia vital de este hombre que, de modo
ejemplar y simbólico, representa a todas las víctimas del nazismo es cómo pudo
producirse el genocidio del Tercer Reich, cómo se pudo planear, elaborar y
llevar adelante esta clase de comportamientos tan despiadados y bestiales. Xuan
Santori recurre a la certera reflexión que realiza Tzvetan Todorov en La memoria, ¿un remedio contra el mal?, que
elaborara a propósito de los jemeres
rojos camboyanos, pero perfectamente extensible a la Alemania de los
treinta y cuarenta y a algunos alarmantes brotes de nuestra contemporaneidad. Explica
Todorov que una reacción tal de la
sociedad proviene de la sensación de peligro que resulta amenazante y del miedo
que provoca este sentimiento; la gente se convence de que es preciso
defenderse, incluso matar para que no te maten. La segunda reacción proviene
del discurso, por falso que sea, que se basa en que se va a mejorar el estado
actual de las cosas, el propio y el de la comunidad. Si el fin que se busca es
sublime, todos los sufrimientos y sacrificios se justifican. El sueño es una
sociedad purificada, expurgada de sus enemigos y finalmente “libre del mal”.
El mal
siempre son los otros, a los que vemos como diferentes, los que consideramos
inferiores, sin derechos como personas. Los que son contemplados como peligro y
amenaza de nuestro modo de vida, los que vienen a privarnos de algo que
consideramos exclusivamente nuestro. Primero se les niega la personalidad
humana y a continuación se dispone de su vida. En la Alemania nazi, se les
interna en los campos de trabajo, se les mata de hambre, se les extermina en
los hornos crematorios. En nuestra despiadada actualidad, asistimos al abandono
y la expulsión genocida de los miles de inmigrantes por el hambre y las
guerras, que llegan en pateras o andando, que saltan las vallas de las
concertinas, que se ahogan en el mar, que malviven o mueren tras los muros de
Europa y de Estados Unidos.
Se nos
presenta el relato biográfico en una cuidada edición que incorpora fotografías
originales de documentos, lugares, imágenes del campo y rostros difíciles de
olvidar. Nos ofrece un asturiano de gran expresividad y lleno de matices, un
habla con el estilo sentencioso, el gracejo y la sorna tan propios de nuestra
lengua. Como muestra, este diálogo entre Vicente y un compañero de las Brigadas
Internacionales que le echa una mano:
““Una vez, al poco entrar nel campu,
esplícome: “Cuando te llamen p’alministración pa facete los papeles y te
pregunten pol oficiu, tu dices que cocineru. Sí, ya sé qu’igual nun ye verdá,
pero eso equí nun importa”. Yo contesté-y: “¡Pero si yo nun vi un cazu na vida!”.
Y él: “Ye igual, porque equí nun hai nadie que sía profesional. A los mayestros
mándenlos pa la cantera. A los intelectuales pónenlos a barrer. Equí nun hai
categoría nenguna. Asina que tu, cocineru”.”
No obstante,
sería deseable una pronta traducción de la obra al castellano para asegurar su
más amplia y merecida difusión.
Aquí tenemos
pues, a pesar de su dureza, este hermoso y valioso libro para rescatar desde
una experiencia individual lo que nos concierne a todos: la capacidad humana de
resistir ante el monstruo, la convicción de la posibilidad del bien en el
mundo, la certeza de que esta vida es digna de ser vivida. Y ante quienes
quieren sepultar la memoria histórica o falsear la propia historia, una prueba
más para que se sepa la verdad, para que no se olvide y para que no vuelva a
suceder. Porque la repetida frase de que quien no conoce su pasado está
condenado a repetirlo, con los vientos que corren hoy día, empieza a darme cada
día más miedo y más vergüenza. Porque ya se está repitiendo, y ante nuestros
ojos despavoridos.
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