Me ha gustado tanto este libro (Alfaguara, 2016) que no sé muy bien por dónde empezar. Es un diamante, una valiosa joya engarzada por 43 relatos sin desperdicio, la mayoría de los que esta narradora norteamericana empieza a escribir a los 24 años y continúa a lo largo de su azarosa vida hasta su fallecimiento en 2004, a los 68 años.
El tesoro pasa inadvertido, como ocurre tantas veces, hasta la publicación póstuma de esta antología que supone un acontecimiento literario de primera magnitud, primero en Estados Unidos y de inmediato en Europa. Acompañada por la foto de una mujer de gran atractivo físico y por las circunstancias de una vida amorosa y profesional de película: se casó tres veces; divorciada y con cuatro hijos, se los llevó consigo de acá para allá por varios países y ciudades buscando la subsistencia y el ejercicio de su libertad e independencia; fue enfermera, profesora, recepcionista, telefonista de hospital, mujer de la limpieza, y en sus cuentos nos habla sin tapujos ni prejuicios de las razones de su adicción al alcohol y del infierno que padeció para lograr superarlo.
Es una escritora que casi te deja sin respiración, no se parece a ninguna otra. En lugar de pluma pareciera tener un bisturí en las manos: audaz y descarnada, pero sensible; violenta a veces y muy sexual, pero no escabrosa, profundiza en la realidad cotidiana hasta las simas del dolor y la derrota y se levanta de ellas con un suave humor negro y una sonrisa irónica. Domina como nadie la primera persona narrativa y el ritmo de la conversación, retrata con un fino pincel las reacciones y emociones femeninas y es maestra del sarcasmo, sin caer en la crueldad. Me conmueven sus evocaciones de la infancia, su sinceridad en la denuncia del abuso sexual de un abuelo, el recuerdo dolorido de la distancia con una madre alcohólica, el dibujo del dolor y la ternura ante la enfermedad mortal de una hermana. Jirones de su propia vida que se mezclan con la de los personajes.
Sus protagonistas son mujeres valientes que sobreviven como pueden, viven al límite de la catástrofe, a veces están muy desorientadas, pero salen adelante con audacia y, las más de las veces, con buen humor, como la misma Lucia Berlin. Porque estas “historias eléctricas” según las califica la escritora norteamericana Lydia Davis, autora del espléndido prólogo del libro, son retratos realistas de la sociedad norteamericana y tienen mucho de autoficción. “Una combinación única de drama, ternura y humor”, comparable a la maestría narrativa de Raymond Carver y al “realismo sucio” de Bukowski, historias terribles que ella consigue que resulten reconfortantes y hasta te hagan sonreír y ante las que se han rendido críticos y escritores del mundo entero, como José María Guelbenzu: “Creo que nunca he leído a una mujer más inteligente, sensible, tierna y valiente que Lucia Berlin.”
Lo he leído y disfrutado ya dos veces, la última con mis alumnas del Taller de Literatura de Quima, y seguro que volveré cualquier día a releer algunos de los relatos que me han resultado más impactantes. Entre ellos, puedo citar: “Mi jockey”, “Su primera desintoxicación” y “Mijito” que me parecen espectaculares y de una calidad muy fuera de lo normal. “Dolor fantasma”, “Macadán”, “Una aventura amorosa”, “Y llegó el sábado” y “Silencio”, estarán también entre los mejores cuentos que he leído.
Escribí en su momento muchas impresiones del Manual para mujeres de la limpieza. Las conservo medio ilegibles, arrugadas y borrosas, y es que, en una ocasión, cuando estaba leyendo en el baño, se me cayó el libro al bidé y se empapó de agua por completo, como si la esencia divertida del libro se hubiera colado de pronto en mi realidad.
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