jueves, 5 de julio de 2018

DÍA DEL LIBRO 2016


CENTRO CULTURAL QUIMA (C/ José Escandón, 44 Bajo. 39006 Santander)
DÍA DEL LIBRO 2016. ACTIVIDAD DEL TALLER DE LITERATURA


En la foto, de izquierda a derecha: Justi Benito, Begoña Ruiz, Cruz Seco, Isabel Tejerina, María Álvarez, Oliva Martitegui y Raquel Cuevas.

PROGRAMA EN TORNO A LA INFANCIA


Isabel Tejerina. Breve presentación.
Oliva Martitegui. Lectura de “Sobre la infancia” de Alejandro Romualdo.
Lectura de 2 microrrelatos propios.
María Silveria. Lectura de “Recuerdo infantil” de Antonio Machado. Lectura de “El maestro” de Eduardo Galeano.
Raquel Cuevas. Lectura de “Nana de la abuela” de Ana Mª Romero Yebra. 
Lectura de 2 microrrelatos propios.
Cruz Seco. Lectura de “Educar” de Gabriel Celaya. 
Lectura de 2 microrrelatos propios.
Mar Suárez. Lectura de 2 microrrelatos propios.
Begoña Ruiz. Lectura de “Llegó al aula un 15 de mayo” de Jairo Aníbal Niño.
Lectura de 2 microrrelatos propios.
Justi Benito. Lectura de “Recuerdo infantil” de María Álvarez. 
Lectura de 2 microrrelatos propios.
Isabel Tejerina. Lectura de “El móvil de Hansel y Gretel” de Hernán Casciari.


Isabel Tejerina. Monitora del Taller. Breve presentación:

       El Taller de Literatura de Quima os presentamos como compañeras de este Centro Cultural nuesta actividad colectiva para celebrar con todas vosotras, como ya es habitual, el Día del Libro. Nos reunimos en este salón siempre al completo, -muchas gracias por vuestra presencia y calor-, para ofreceros la lectura emocionada de varios poemas y microrrelatos en torno a la infancia.
            Nuestro objetivo es doble. Por un lado, nuestro entusiasta elogio del libro y de las palabras en la pluma de grandes escritores, demostración del placer compartido que disfrutamos en nuestras reuniones quincenales de lectura comentada y escritura en nuestro Taller; y, asimismo, una muestra de la obra personal de sus integrantes, quienes se inician en la escritura creativa y comprueban con asombro cómo van avanzando en sus logros. Este curso nuestra actividad expresiva se ha centrado en la creación de microrrelatos. Por otro lado, el intento de animaros, a las personas asistentes, a escribir una composición sobre vuestros recuerdos de infancia con el fin de participar en el Concurso de Relatos de Quima que, en la edición de este año, gira precisamente sobre la memoria de la infancia.
            Hemos seleccionado todos los textos, que hemos ensayado para realizar una lectura lo más expresiva posible, con un criterio de variedad para ofreceros distintos aspectos en torno a la temática de la infancia. De este hilo os saldrán a vosotras, estamos seguras, muchos ovillos.
            Y nosotras, a lo mejor -¿por qué no?- se nos apunta algún hombre al grupo, seguiremos el curso que viene en Quima hablando de libros y componiendo palabras. Porque, como dice Galeano en su relato, nos sentimos tan unidas que me dan ganas de dejarlas a todas repetidoras.

Oliva Martitegui.
Lectura de “Sobre la infancia” del poeta peruano Alejandro Romualdo.

La infancia nos llena la cabeza de luciérnagas
de polvo las rodillas y los ojos nos cubre
dulcemente. La infancia nos llena las manos
de globos y limosnas; la boca, de pitos y azucenas
y nos cubre las espaldas con sus plumas de cigüeña.
En la infancia son monarcas los ratones y los dientes.
¡Oh la infancia, la hora blanca del reloj,
el tierno silabario, el bonete de los ángeles y el duende!
Uno se siente nuevo, herido por un corcho,
muerto heroicamente sobre un caballo de madera:
amo mi infancia, mi corazón en pantalones cortos.

Lectura de 2 microrrelatos propios:

Segando la hierba
            Recuerdo el olor del césped recién cortado, pero recuerdo también el aroma de la hierba que amarilleaba los campos en verano.
            Bajo un árbol que daba sombra a los sedientos hombres que segaban, yo ponía el cesto de mimbre lleno de viandas: queso, chorizo, pan y bota. Bota de vino que no emborrachaba, solo borraba la sombra del esfuerzo.
            Era el almuerzo, luego de nuevo a afilar el dalle y a seguir en la labor.
            Y yo, de camino a casa, ajena al duro trabajo. Para mi eran sensaciones de sol, mucho sol a veces, descansos, juegos y bendita inocencia.

Magia
            Recuerdo cómo los Reyes Magos dejaron de ser mágicos en su noche.
            Dormía plácidamente después de haberme costado abandonarme al sueño por la espera ilusionada.
            No recuerdo si había escrito mi carta o si les dejaba a ellos que me sorprendieran, pero había llegado el día y mi encargo, (o mi anhelo, mi sueño en lugar de el motivo) era una guitarra.
            Alboroto, risas, toques a unas cuerdas, quizá desafinando, pero que escondían la intensa emoción de mis hermanos.
            Me despierto, miro a través de la puerta entornada y allí estaban... acariciándola.

María Álvarez.
Lectura de “Recuerdo infantil” del poeta español Antonio Machado.

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.

Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil
van cantando la lección:
“mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón.”

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.

Lectura de “El maestro” del escritor uruguayo Eduardo Galeano.
            Los alumnos del sexto grado, en una escuela de Montevideo, habían organizado un concurso de novelas. Todos participaron. Los jurados éramos tres. El maestro Óscar, puños raídos, sueldo de faquir, más una alumna, representante de los autores, y yo. En la ceremonia de la premiación, se prohibió la entrada de los padres y demás adultos. Los jurados dimos lectura al acta, que destacaba los méritos de cada uno de los trabajos. El concurso fue ganado por todos, y para cada premiado hubo una ovación, una lluvia de serpentinas y una medallita donada por el joyero del barrio.
            Después, el maestro Oscar me dijo: Nos sentimos tan unidos, que me dan ganas de dejarlos a todos repetidores. Y una de las alumnas, que había venido a la capital desde un pueblo perdido en el campo, se quedó charlando conmigo. Me dijo que ella, antes, no hablaba ni una palabra, y riendo me explicó que el problema era que ahora no se podía callar. Y me dijo que ella quería al maestro, lo quería muuuuuucho, porque él le había enseñado a perder el miedo a equivocarse.

Raquel Cuevas.
Lectura de “Nana de la abuela” de la poetisa española Ana Mª Romero Yebra.

Duérmete manojito
De hierbabuena
Que al lado de la cuna
Duerme tu abuela

Un jersey de colores,
Pequeño mío,
Amoroso y caliente
Para tu frío.

Para quitar la escarcha
Que hay en tu carne
Y en tu piel que es la mía,
La de tu madre.

Pajarillo desnudo
Frente a la vida
 Que me das el regalo
De tu alegría.

Duérmete, niño mío,
Ramo de flores.
Que te quiere tu abuela.
Nunca me llores.

Lectura de 2 microrrelatos propios:

            *Me acuerdo del día que en mi casa marcaron a las vacas . Mi padre hizo una fogata de astillas y cuando solo quedaban brasas metió el marco en ellas hasta que el hierro se puso incandescente. Mis tíos aguantaban la vaca, sus berridos eran impresionantes al arrimarle el marco. Yo pasaba mucho miedo, pues de la parte alta de la pata salía humo y olía a carne quemada. Esta operación la repitieron hasta que una por una las marcaron a todas. Después de unos días, al curar la herida, las iniciales de mi abuelo quedaban como letras bordadas en la piel.

            *Me acuerdo de la mudanza. Tenía cuatro años y nos cambiábamos al otro lado del callejón, a una casa más grande, pues cada año aumentaba la familia.
            Mi padre, a lomos del burro, aguantaba el vasar como podía; mamá cargaba con cuatro bolsas de tela y dos gallinas. Las otras dos gallinas entre mi hermana mayor y yo. La mía se me escapó al pasar por la era. Mi padre corrió a cogerla pero un chucho, más listo que el hambre que tenía, se le adelantó y al quitársela de la boca la cosa ya no tenía remedio.

Cruz Seco.
Lectura de “Educar” del poeta español Gabriel Celaya.

Educar es lo mismo
que poner un motor a una barca,
hay que medir, pensar, equilibrar,
y poner todo en marcha.

Pero para eso,
uno tiene que llevar en el alma
un poco de marino,
un poco de pirata,
un poco de poeta,
y un kilo y medio de paciencia concentrada.

Pero es consolador soñar,
mientras uno trabaja,
que esa barca, ese niño
irá muy lejos por el agua.

Soñar que ese navío
llevará nuestra carga de palabras
hacia puertos distantes, hacia islas lejanas.

Soñar que cuando un día
esté durmiendo nuestro propio barco,
en barcos nuevos seguirá nuestra bandera enarbolada.

Lectura de 2 microrrelatos propios:

Leche recien ordeñada
            Recuerdo empujar la gran puerta de madera que daba entrada a la cuadra en la que estaban los animales, 3 ó 4 vacas, dos terneros y un burro, atados cada uno en su pesebre. Sentía el calor y el olor tan fuerte que emanaban sus cuerpos. Me gustaba ver a las vacas distraídas comiendo la hierba, mientras mi padre las ordeñaba sentado en un” taju”, un pequeño taburete con tres patas. Apretaba suavemente con las dos manos las tetas y el chorro de la leche salía con tal fuerza contra el caldero de cinc que saltaba y formaba puntillas de espuma. Una vez lleno, lo desocupaba en una gran marmita. A veces, yo iba con un vaso y me echaba un poco. Tenía el sabor normal de la leche, pero a temperatura templada y con mucha espuma. Decían que era bueno tomarla así.

Aroma dulce
            Recuerdo la entrada de mi padre en la habitación, compartida con mi hermana, antes de que saliera el sol, y después de una jornada laboral nocturna. Llegaba sin hacer ruido, para no despertarnos, pero, al abrir la puerta entraba con él su aroma dulce, un olor penetrante que llevaba en su ropa, su cara, su pelo, sus manos. En ellas portaba el regalo para nosotras, una galleta de chocolate envuelta en papel de color azul que metía debajo de nuestra almohada, apenas sin moverla. Para mí, era el momento más importante del día.

Mar Suárez.
Lectura de 2 microrrelatos propios:

            *Me acuerdo cuando, en Hijas, mi pueblo, íbamos a robar cerezas al anochecer. Resultaba excitante: esquilar al árbol, tan bello y esplendoroso, con sus ramas extendidas, como ofreciéndose. Y, ¿las cerezas? ¡Ay, las cerezas...!, hermosas, gordas, rojas, trisconas, negras, brillantes. ¡Una delicia!

           * Me acuerdo cuando, con cuatro años, me sentaban entre las chicas mayores en el portal de la escuela, mientras ellas bordaban sus sábanas o manteles del ajuar: el frufrú de las telas, sus risas y cuchicheos cuando hablaban de chicos y hacían bromas sobre ellos.

Begoña Ruiz. Lectura de “Llegó al aula un 15 de mayo” del poeta colombiano Jairo Aníbal Niño.

Llegó al aula un 15 de mayo
-día de lluvia-
Llegó y nos miró a todos dulcemente.
Soy la nueva profesora de filosofía, nos dijo.
Sonrió
y entonces fue como si las gotas de lluvia
que sobrevivían sobre su impermeable amarillo
se hubieran convertido en pensamientos.
A todos nos pareció que era muy joven para ser profesora
-y demasiado, para ser profesora de filosofía-.
Empecé a pensar en ella por las tardes
justo en el momento en que en la radio
acababa un programa de deportes
y empezaba otro de canciones.
De manera sorpresiva ella estuvo presente
en el partido final del intercolegial de fútbol.
En esa ocasión estuve inspirado en el medio campo
e hice uno de los goles que nos dieron el triunfo.
Ella nos entregó la copa de campeones.
Jamás olvidaré a mi profesora de filosofía.
El día del examen final,
al presentarle el trabajo,
me dijo que me parecía a Sócrates.
Me llené de orgullo
y creo que los ojos se me llenaron de lágrimas.
Caminé hacia mi pupitre
como si lo hiciera por el aire, en palomita.
Era el mejor elogio que había recibido en mi vida.
Yo, parecido a Sócrates,
el gran jugador de fútbol del Corinthias,
Sócrates B.S. de Souza Vieira de Oliveira,
el inolvidable mediocampista de la Selección Brasil.

Lectura de 2 microrrelatos propios:

A la una, a las dos, a las tres…
            Me acuerdo de las tardes de invierno cuando deseaba que pasara el tiempo para volver a casa corriendo. La escuela estaba en nuestra misma manzana, así que solo me llevaba unos minutos. Cuando llegaba la encontraba siempre allí, sentada en su silla de coser junto al balcón. Yo me acurrucaba a su lado para aprovechar su calor y entonces comenzábamos a escuchar la lectura en las primeras voces de los actores radiofónicos que interpretaban “El Conde de Montecristo”. Recuerdo especialmente una voz ronca, de viejo bebedor, gritando,” a la una, a las dos, a las tres, los peces se harán con él”. Y seguidamente oíamos el salpicar del agua al caer el cuerpo de Edmond  Dantés .
            ¡Cómo me gusta que me cuenten historias!

¡Qué asco!
            Cuando sonaba el timbre del recreo mi estómago empezaba a dar vueltas, no sé cuántas, pero sí las suficientes como para que se me volviera el sabor del desayuno a la garganta. Yo corría como una loca buscando a Mercedes en la fila. Había descubierto que poniéndome detrás de ella me podía librar del obligado brick de leche. No tardé mucho  tiempo en aborrecer tanto a esas “señoritas” maestras como a la leche. Qué hábiles cortando el pico del cartón y metiendo la pajita para que todas sorbiéramos y nos beneficiáramos de esa campaña de atención a la infancia.

Justi Benito.
Lectura de “Recuerdo infantil” de María Álvarez, miembro del Taller de Literatura de Quima.

Era el día de La Merced y en el convento de las Oblatas, convertido en cárcel de mujeres, era día de “puertas abiertas “. Los niños podíamos estar con nuestras madres en una habitación en vez de a través de una reja de separación como era habitual.
Mi abuela nos había lavado y planchado la ropa de los domingos, que no difería de la de los días de diario, pero recién lavada y planchada parecía otra cosa. Al entrar  nos registraban de arriba abajo y la comida que llevábamos  nos la quitaban para entregársela ellos después de haberla revisado bien. Yo llevaba en brazos a mi hermano pequeño, de ocho meses, que tampoco se libró del registro. Cuando por fin pudimos entrar, mi madre nos abrazó llorando.
En el poco tiempo que llevaba allí había envejecido de una forma terrible. Nos regalaron unos muñequitos  que habían hecho las reclusas. Cuando nos fuimos, los que llorábamos éramos nosotros.

Lectura de 2 microrrelatos propios:

Mi padre
            Al lado de casa estaba el taller con la fragua donde mi padre trabajaba. Nos gustaba mirar cuando, con unas tenazas grandes, metía las barras de hierro; salían rojas y amarillas, brillantes. Con un martillo dando sobre la bigornia y un ritmo acompasado, aquel hierro tomaba forma. Mi padre fue el último herrero de Castronuevo de Esgueva.

La radio
            Recuerdo la vieja radio; la compró mi padre un verano en el que había tenido mucho trabajo y se lo pagaron en metálico. Un día fue a Valladolid y vino contentísimo con ella. Recuerdo que a la hora del parte, “así se llamaba entonces a las noticias”, mi padre y su hermano paraban un rato para escucharlas. Por las tardes, era mi madre y alguna vecina las que, mientras cosían, escuchaban las radionovelas. Aquella radio fue de las pocas cosas que nos llevamos en nuestro traslado a Éibar.

Isabel Tejerina.
Lectura de “El móvil de Hansel y Gretel” del escritor y periodista argentino Hernán Casciari.
            Anoche le contaba a la niña un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo: "No importa. Que lo llamen al papá por el móvil".
            Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida ajena a la telefonía inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa resultaría la literatura -toda ella, en general- si el teléfono móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de cuatro años. Cuántos clásicos habrían perdido su nudo dramático, cuántas tramas hubieran muerto antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían solucionado los intríngulis más célebres de las grandes historias de ficción.
            Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, El hombre de la esquina rosada o La familia de Pascual Duarte. No importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.
            Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo, con introducción, con nudo y con desenlace.
            ¿Ya está?
            Muy bien. Ahora ponga un teléfono móvil en el bolsillo del protagonista. No un viejo aparato negro empotrado en una pared, sino un teléfono como los que existen hoy: con cobertura, con conexión a correo electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto y con la posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.
            ¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio, ahora que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona un carajo?
            La niña, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría espeluznante: la telefonía inalámbrica va a hacer añicos las nuevas historias que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.
            Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con incertidumbre a que el guerrero Ulises regrese del combate.
            Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria.
            Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese spam.
            Y Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi, gracias al servicio de localización de personas de Telefónica.
            Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo está yendo para allí.
            Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la mañana.
            Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación. Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.
            Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la camisa. La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare) basa toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge un suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar, se suicida de verdad. (Perdón por el espoiler).
            Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto a Romeo en el capítulo seis:
 
M HGO LA MUERTA,
PERO NO STOY MUERTA.
NO T PRCUPES NI
HGAS IDIOTCES. BSO.
 
            Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría evaporado. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían gollete, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo catorce hubiera existido la promoción "Banda ancha móvil" de Movistar.
            Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más adecuados. La tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en Aracataca y entonces la novela de García Márquez se llamaría 'Cien años sin conexión': narraría las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo Nick (buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el Messenger.
            La famosa novela de James M. Cain -'El cartero llama dos veces'- escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría 'El Gmail me duplica los correos entrantes' y versaría sobre un marido cornudo que descubre (leyendo el historial de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero de malvivir.
            Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos por un título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, 'Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura', la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece nunca o que se quedó sin saldo.
            En la obra 'El jotapegé de Dorian Grey', Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene siempre lozano y sin arrugas, en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la carpeta Imágenes de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición.
La bruja del clásico 'Blancanieves' no consultaría todas las noches al espejo sobre "quién es la mujer más bella del mundo", porque el coste por llamada del oráculo sería de 1,90 € la conexión y 0,60 el minuto; se contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.
            También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución automática. Todas las intrigas, los secretos y los destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las grandes tramas) fracasarían en la era de la telefonía móvil y del WiFi.
            Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.
            Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a casa.
La telefonía inalámbrica -vino a decirme anoche la niña, sin querer- nos va a entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante. Las hará más tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles.
            Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá desesperado al aeropuerto para decirle a la mujer que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora?
            No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve desde el sofá. Cuatro líneas con mayúsculas. Quizá le haremos una llamada perdida, y cruzaremos los dedos para que ella, la mujer amada, no tenga su telefonito en modo vibrador. ¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si algo siempre nos va a interrumpir la incertidumbre? Una llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.
            Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el duque está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada, no vuelvo esta noche a casa porque he bebido, si le das un beso a la muchacha se despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las migas de pan.
            Nuestras tramas están perdiendo el brillo -las escritas, las vividas, incluso las imaginadas- porque nos hemos convertido en héroes perezosos.

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