lunes, 7 de enero de 2013

LA INFANCIA IRREAL Y VERDADERA


LA INFANCIA IRREAL Y VERDADERA”

                        por Isabel Tejerina Lobo

 
(“La infancia irreal y verdadera” en Polanco, J.L. (coord.), La esquina azul del tiempo. Recuerdos de infancia, Peonza, Santander, 2000, pp. 177-180. ISBN: 84-607-0140-9)
 

            La infancia en mi memoria es, sobre todo, la añoranza del tiempo pleno, sin prisas ni agobios, el primer descubrimiento del mundo, un hallazgo iluminado y, a la vez falseado, por la inocencia y las ganas de vivir.

            Conservo de ella imágenes sueltas, fotos mentales, que todavía siento vivas y cercanas.

            Recuerdo en especial, el bullicio de mi casa, los turnos para comer, los jaleos para dormir. Como gran familia numerosa, estuvimos a punto de ganar un codiciado chalet que nunca llegó, y en el que íbamos a vivir tan ricamente. Era el premio que regalaba Franco en los años cincuenta a quienes alcanzaran la bárbara cifra de doce hijos, su sarcástica forma de paliar la pérdida del millón de muertos en la guerra civil que él mismo había desencadenado. Un sueño católico e imposible que tampoco lograron mis padres; se quedaron a falta de uno.

Los desvelos de mi madre para mantener a flote una casa de tal envergadura, su presencia siempre apresurada, todo el día con las tareas ineludibles y los muchos imprevistos, pero sacando tiempo de no se sabe dónde para tejer las “chaquetinas” justo para el domingo de Ramos, el día anual de estreno de la pequeña burguesía provinciana, o para coser a escondidas la ropa de los muñecos que habían de alimentar la ilusión del día de Reyes. Su hermosa sonrisa y su llanto secreto de mujer valiente…

El ingenio de mi padre para conquistar espacio y sosiego en la vorágine doméstica. La ocurrencia de construir una especie de jaula de madera colgada del techo, donde cabíamos cinco o seis niños pequeños. El “cuartín” era, efectivamente, un cuarto de juegos perfecto, del que además no se podía bajar, porque te quitaban la escalera. O aquellos inverosímiles lugares de estudio dentro de armarios empotrados, cubículos insonorizados cuando aún no los había inventado el mercado, con el fin de preparar y ganar continuas oposiciones, evitando así el inevitable griterío infantil de la casa. Y su vocación de humorista, tan firme como la de médico. Nos contaba, una y otra vez, riendo con toda la cara, los chistes que improvisaba, como aquel repentista cuando una “señorina” le preguntó al verle pasar con una recua de críos: - Oiga, venga p’ acá ¿son tos suyos? - Sí, señora, todos. - Pero, antós, ¿cuántos fíos tién usted?  - Once, señora, tengo once hijos. - ¡Me cagu en diez! ¡once fíos…! - Bueno, si va a cagarse en diez, ya… ¡cáguese en los once!

La tía Tiriti nos sacaba los domingos de paseo, pero primero nos llevaba largo rato a la iglesia, donde nos entreteníamos chupando regaliz, pastillas “Juanola” y castañas “mayucas”. Y alrededor de  mamá o de la tía Pilarín, en las mejores tardes de invierno, escuchábamos absortos los viejos cuentos que nos han acompañado siempre con su belleza y sus verdades… “La casita de chocolate”, “El padre Gigantón” o esa historia inolvidable de Simbad el Marino, cuando náufrago en una isla desierta, socorre a un pobre anciano inválido, y éste, lejos de agradecérselo, le clava con saña las rodillas en los hombros hasta agotarlo… También las  viejas leyendas asturianas de muertos, diablos  y aparecidos, como la del demonio con unos dientes largos, largos, que le da unos sustos de muerte al pobre pastor apareciéndosele, una y otra vez, en las caras de todas las personas a quienes, aterrado, les va contado, sucesivamente, la estremecedora visión…

Jugábamos mucho en la casa, sobre todo de noche. Cuando todos dormían, las cuatro hermanas saltábamos como liebres de la cama, nos poníamos los calcetines y patinábamos incansablemente por el piso de madera, simulando ser otras. Presumíamos, con nombres falsos, de tener lo que no teníamos, nos adornábamos de innumerables virtudes, disfrutando con la imaginación del juego del teatro más antiguo del mundo.

En la calle, libre de coches, sin ruido de tráfico, jugábamos sin descanso, durante horas y horas, desde la salida de clase. En la escuela pública, nos daban un vaso de leche en polvo llena de grumos y, muy de tarde en tarde, una loncha de queso amarillento que mandaban “los americanos” para ayudar al Régimen vencedor. En la Asturias desolada del franquismo, para algunos de mis compañeros ése era un alimento nada despreciable que acallaba un rato el hambre de aquella miserable posguerra. En aquella escuela, la historia empezaba y terminaba en el glorioso pasado de reconquistas y cruzadas, vidas de héroes y mártires, a quienes debíamos emular, había que rezar al empezar y acabar la jornada, cantar el “Cara al sol” y otros himnos patrios…, pero no ponían tantos deberes como ahora. Y así, nada más salir, corríamos a casa a dejar el “cabás” y ya todo era jugar hasta el anochecer.

Al escondite y a la comba, al “cascajo” y a las prendas, a hacer comedias en los portales, disfrazadas con vestidos de papel de seda. Coleccionábamos envoltorios de caramelo, que alisábamos planchándolos con la uña del pulgar y, luego, los cambiábamos como si fueran cromos de verdad. Sentados en el bordillo de las aceras, nos prestábamos a diario tebeos y libros, que casi nunca se compraban, sino que se alquilaban en los kioscos por una “perrina”. Mis primeras lecturas, las que te marcan, las que me revelaron para siempre el tesoro de la literatura, fueron tan dispares en forma y contenido como “El Capitán Trueno”, “El guerrero del antifaz”, “Pumby”, “Celia”, “Antoñita la fantástica”… y el inefable “Guillermo” de Richmal Crompton, con quien aprendí a ser rebelde y a disfrutar el placer único de la transgresión a las normas estúpidas. Y en las cotidianas veladas nocturnas, bien apiñados al calor de la estufa de butano, seguíamos alimentando nuestro imaginario colectivo gracias a la radio, escuchando juntos celebrados espacios, con los que se identificaba toda la familia, como “Pepe Iglesias, el zorro” o “Matilde, Perico y Periquín”.

La villa de Mieres, encerrada entre montañas más pardas que verdes, bajo el polvillo persistente de los pozos de carbón, bordeada por el río Caudal, entonces completamente negro, se aparecía ante mis ojos de niña, sorprendentemente limpia y clara, anchas sus calles rectilíneas y con un sol tibio y pálido que, al final, salía siempre victorioso del cielo encapotado, como escenario luminoso de mis afectos más queridos. De su paisaje más sombrío guardo también ráfagas indelebles de situaciones desconcertantes que a aquella edad me resultaba imposible comprender: cuando la avenida de “La Pasera” se llenaba de guardias civiles y muchos policías camuflados de paisano entre un gentío, compuesto mayormente de niños y de mujeres, animados a acudir para ver pasar al Generalísimo, quien venía a pescar los salmones del Sella, engordados ex profeso a su mayor honra y gloria. Nunca llegamos a verle: sólo una fila interminable de enormes coches negros, sin ningún distintivo, que pasaban a todo meter, con las cortinillas echadas, y dejaban tras de sí los brazos en alto, a medio camino entre el vítor de unos y la maldición reprimida de los otros. O cuando las sirenas estremecían el pueblo con su temida alarma; luego, el silencio expectante acosado de preguntas y de miedo y, otra vez, la noticia maldita de los muertos en la mina. Veíamos sin entender nada los impresionantes entierros de los mineros sepultados, una procesión en completo silencio y sin rezos, los féretros flanqueados a la fuerza por los tricornios. Eran las mujeres deshechas en llanto, los puños cerrados, la seriedad indescriptible de las miradas.

El corazón de la cuenca minera, la Asturias profunda del sufrimiento y del coraje de dos revoluciones, fue en mi infancia ahora evocada el espacio mágico e  irrepetible, irreal y a la vez verdadero, de una calle de juegos hasta la caída del sol, un lugar donde la vida se colaba imparable, a pesar de todo.

 
Isabel Tejerina Lobo, Mieres, Asturias, 1949, es catedrática de la Escuela Universitaria de Magisterio de la Universidad de Cantabria. Vive y ejerce en Cantabria desde la edad de veintidós años. Especialista en Literatura Infantil y Juvenil, se siente bien en la tarea de formar maestros ilusionados con la valiosa tarea de la educación y se considera una privilegiada por vivir de una profesión que es sólo la continuación de su vieja pasión por los libros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario