“LA INFANCIA IRREAL Y
VERDADERA”
por Isabel Tejerina Lobo
(“La
infancia irreal y verdadera” en Polanco, J.L. (coord.), La esquina azul del tiempo. Recuerdos de infancia, Peonza,
Santander, 2000, pp. 177-180. ISBN: 84-607-0140-9)
La infancia en
mi memoria es, sobre todo, la añoranza del tiempo pleno, sin prisas ni agobios,
el primer descubrimiento del mundo, un hallazgo iluminado y, a la vez falseado,
por la inocencia y las ganas de vivir.
Conservo de ella imágenes sueltas,
fotos mentales, que todavía siento vivas y cercanas.
Recuerdo en especial, el bullicio de
mi casa, los turnos para comer, los jaleos para dormir. Como gran familia
numerosa, estuvimos a punto de ganar un codiciado chalet que nunca llegó, y en
el que íbamos a vivir tan ricamente. Era el premio que regalaba Franco en los
años cincuenta a quienes alcanzaran la bárbara cifra de doce hijos, su
sarcástica forma de paliar la pérdida del millón de muertos en la guerra civil
que él mismo había desencadenado. Un sueño católico e imposible que tampoco
lograron mis padres; se quedaron a falta de uno.
Los desvelos de mi madre para mantener a flote una
casa de tal envergadura, su presencia siempre apresurada, todo el día con las
tareas ineludibles y los muchos imprevistos, pero sacando tiempo de no se sabe
dónde para tejer las “chaquetinas” justo para el domingo de Ramos, el día anual
de estreno de la pequeña burguesía provinciana, o para coser a escondidas la
ropa de los muñecos que habían de alimentar la ilusión del día de Reyes. Su
hermosa sonrisa y su llanto secreto de mujer valiente…
El ingenio de mi padre para conquistar espacio y
sosiego en la vorágine doméstica. La ocurrencia de construir una especie de
jaula de madera colgada del techo, donde cabíamos cinco o seis niños pequeños.
El “cuartín” era, efectivamente, un cuarto de juegos perfecto, del que además
no se podía bajar, porque te quitaban la escalera. O aquellos inverosímiles
lugares de estudio dentro de armarios empotrados, cubículos insonorizados
cuando aún no los había inventado el mercado, con el fin de preparar y ganar
continuas oposiciones, evitando así el inevitable griterío infantil de la casa.
Y su vocación de humorista, tan firme como la de médico. Nos contaba, una y
otra vez, riendo con toda la cara, los chistes que improvisaba, como aquel
repentista cuando una “señorina” le preguntó al verle pasar con una recua de
críos: - Oiga, venga p’ acá ¿son tos suyos? - Sí, señora, todos. - Pero, antós,
¿cuántos fíos tién usted? - Once,
señora, tengo once hijos. - ¡Me cagu en diez! ¡once fíos…! - Bueno, si va a
cagarse en diez, ya… ¡cáguese en los once!
La tía Tiriti nos sacaba los domingos de paseo, pero
primero nos llevaba largo rato a la iglesia, donde nos entreteníamos chupando
regaliz, pastillas “Juanola” y castañas “mayucas”. Y alrededor de mamá o de la tía Pilarín, en las mejores
tardes de invierno, escuchábamos absortos los viejos cuentos que nos han
acompañado siempre con su belleza y sus verdades… “La casita de chocolate”, “El
padre Gigantón” o esa historia inolvidable de Simbad el Marino, cuando náufrago
en una isla desierta, socorre a un pobre anciano inválido, y éste, lejos de
agradecérselo, le clava con saña las rodillas en los hombros hasta agotarlo…
También las viejas leyendas asturianas
de muertos, diablos y aparecidos, como
la del demonio con unos dientes largos, largos, que le da unos sustos de muerte
al pobre pastor apareciéndosele, una y otra vez, en las caras de todas las
personas a quienes, aterrado, les va contado, sucesivamente, la estremecedora
visión…
Jugábamos mucho en la casa, sobre todo de noche.
Cuando todos dormían, las cuatro hermanas saltábamos como liebres de la cama,
nos poníamos los calcetines y patinábamos incansablemente por el piso de
madera, simulando ser otras. Presumíamos, con nombres falsos, de tener lo que
no teníamos, nos adornábamos de innumerables virtudes, disfrutando con la
imaginación del juego del teatro más antiguo del mundo.
En la calle, libre de coches, sin ruido de tráfico,
jugábamos sin descanso, durante horas y horas, desde la salida de clase. En la
escuela pública, nos daban un vaso de leche en polvo llena de grumos y, muy de
tarde en tarde, una loncha de queso amarillento que mandaban “los americanos”
para ayudar al Régimen vencedor. En la Asturias desolada del franquismo, para algunos de
mis compañeros ése era un alimento nada despreciable que acallaba un rato el
hambre de aquella miserable posguerra. En aquella escuela, la historia empezaba
y terminaba en el glorioso pasado de reconquistas y cruzadas, vidas de héroes y
mártires, a quienes debíamos emular, había que rezar al empezar y acabar la
jornada, cantar el “Cara al sol” y otros himnos patrios…, pero no ponían tantos
deberes como ahora. Y así, nada más salir, corríamos a casa a dejar el “cabás”
y ya todo era jugar hasta el anochecer.
Al escondite y a la comba, al “cascajo” y a las
prendas, a hacer comedias en los portales, disfrazadas con vestidos de papel de
seda. Coleccionábamos envoltorios de caramelo, que alisábamos planchándolos con
la uña del pulgar y, luego, los cambiábamos como si fueran cromos de verdad.
Sentados en el bordillo de las aceras, nos prestábamos a diario tebeos y
libros, que casi nunca se compraban, sino que se alquilaban en los kioscos por
una “perrina”. Mis primeras lecturas, las que te marcan, las que me revelaron
para siempre el tesoro de la literatura, fueron tan dispares en forma y
contenido como “El Capitán Trueno”, “El guerrero del antifaz”, “Pumby”,
“Celia”, “Antoñita la fantástica”… y el inefable “Guillermo” de Richmal
Crompton, con quien aprendí a ser rebelde y a disfrutar el placer único de la
transgresión a las normas estúpidas. Y en las cotidianas veladas nocturnas,
bien apiñados al calor de la estufa de butano, seguíamos alimentando nuestro
imaginario colectivo gracias a la radio, escuchando juntos celebrados espacios,
con los que se identificaba toda la familia, como “Pepe Iglesias, el zorro” o
“Matilde, Perico y Periquín”.
La villa de Mieres, encerrada entre montañas más
pardas que verdes, bajo el polvillo persistente de los pozos de carbón, bordeada
por el río Caudal, entonces completamente negro, se aparecía ante mis ojos de
niña, sorprendentemente limpia y clara, anchas sus calles rectilíneas y con un
sol tibio y pálido que, al final, salía siempre victorioso del cielo
encapotado, como escenario luminoso de mis afectos más queridos. De su paisaje
más sombrío guardo también ráfagas indelebles de situaciones desconcertantes
que a aquella edad me resultaba imposible comprender: cuando la avenida de “La Pasera ” se llenaba de
guardias civiles y muchos policías camuflados de paisano entre un gentío,
compuesto mayormente de niños y de mujeres, animados a acudir para ver pasar al
Generalísimo, quien venía a pescar los salmones del Sella, engordados ex
profeso a su mayor honra y gloria. Nunca llegamos a verle: sólo una fila
interminable de enormes coches negros, sin ningún distintivo, que pasaban a
todo meter, con las cortinillas echadas, y dejaban tras de sí los brazos en
alto, a medio camino entre el vítor de unos y la maldición reprimida de los otros.
O cuando las sirenas estremecían el pueblo con su temida alarma; luego, el
silencio expectante acosado de preguntas y de miedo y, otra vez, la noticia
maldita de los muertos en la mina. Veíamos sin entender nada los impresionantes
entierros de los mineros sepultados, una procesión en completo silencio y sin
rezos, los féretros flanqueados a la fuerza por los tricornios. Eran las
mujeres deshechas en llanto, los puños cerrados, la seriedad indescriptible de
las miradas.
El corazón de la cuenca minera, la Asturias profunda del
sufrimiento y del coraje de dos revoluciones, fue en mi infancia ahora evocada
el espacio mágico e irrepetible, irreal
y a la vez verdadero, de una calle de juegos hasta la caída del sol, un lugar
donde la vida se colaba imparable, a pesar de todo.
Isabel Tejerina
Lobo, Mieres, Asturias, 1949, es
catedrática de la
Escuela Universitaria de Magisterio de la Universidad de
Cantabria. Vive y ejerce en Cantabria desde la edad de veintidós años.
Especialista en Literatura Infantil y Juvenil, se siente bien en la tarea de
formar maestros ilusionados con la valiosa tarea de la educación y se considera
una privilegiada por vivir de una profesión que es sólo la continuación de su
vieja pasión por los libros.
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