martes, 18 de junio de 2013

HOMENAJE A FELIPE MATARRANZ


            Este sábado de primavera, 15 de junio de 2013, se celebra en Colombres, pueblo limítrofe entre Cantabria y Asturias, un nuevo homenaje a un luchador que ha resistido todas las penalidades imaginables como precio por su lealtad a la causa republicana.
            Felipe Matarranz tiene 97 años bien cumplidos. Los lleva airoso con la cabeza erguida y lúcida, y todos sus amigos confiamos en que, al paso que va, llegará a ser el más viejo del mundo, como lo es hoy la japonesa Misao Okawa con sus 115 aniversarios. Este anciano rebelde es un hombre afable y sin odio, que guarda la huella y la memoria de la lucha del pueblo español contra el fascismo. Un símbolo vivo, entre tantos muertos, de nuestra cruel guerra y, también, de la posguerra, más cruel aún, porque los vencedores del levantamiento militar contra la República ya no se jugaban nada y, sin embargo, o quizás por ello, mostraron el desprecio criminal a la condición humana y se ensañaron como fieras con los vencidos y sus familias.
            Sabemos poco todavía de aquella guerra “incivil” y menos todavía de la década del espanto mudo, los diez primeros años de la paz franquista. Demasiados muertos sin sepultura, demasiados silencios de la gente aplastada, demasiados pactos contra la memoria histórica en nuestra descafeinada democracia. Impunidad para los verdugos y ninguna reparación a las víctimas Por eso impresiona tanto la lectura del testimonio de este protagonista, publicado en La Habana en 1987: “Manuscrito de un superviviente”. Es la verdad descarnada y a cara perro de una tragedia colectiva y personal que narra con una prosa cuidada y emocionante, desde la pluma esforzada de un hombre sin estudios que posee la sabiduría del dolor y de la experiencia marcada a fuego.
            En la guerra, un chavalín entusiasta: el hambre, el frío, la lucha sin oficiales con formación adecuada, sin avituallamiento, sin hospitales de campaña, y el combate con viejos fusiles y escopetas de caza contra los aviones alemanes. Su ardor es traspasado por un balazo y le dan por muerto. En la postguerra, la juventud entre rejas: la cárcel negra, más hambre insoportable, más frío gélido, meses de incomunicación por no delatar a los camaradas, trabajo extenuante, ensañamiento de los guardianes, tortura sin freno: palizas con vergajos de toro, corrientes eléctricas, picana. Consejo de Guerra en Torrelavega en el que le condenan a muerte a los 22 años, meses a la espera angustiosa de la ejecución; y tras la conmutación por cadena perpetua, otro Consejo de Guerra y una segunda condena a muerte. Condiciones infrahumanas en mazmorras franquistas en las que matar 500 piojos al día era normal, había que hacer las necesidades en el “zambullo“, un caldero de zinc a la vista de todos, y comer sólo la bazofia carcelaria. Su gran envergadura física queda reducida a 32 kilos de peso, un esqueleto que no se tenía en pie. El suplicio cotidiano encima se aderezaba con la farsa de la misa obligatoria y la lectura del periódico de titulo sádico: “Redención”, que para mayor escarnio suponía la eliminación de las visitas para el preso que se negara a subscribirlo.
            Así que una noche, el que cantaba a la vida y al progreso para todos, intenta un suicidio para escapar de aquel sufrimiento sin esperanza, para no ver morir a los compañeros de avitaminosis, para no seguir escuchando aquel desgarrador: “hasta nunca”, con el que los seleccionados para las “sacas” se despedían para siempre. Felipe los contó uno a uno: mil novecientos treinta y tres reclusos fueron fusilados en los distintos penales en que estuvo preso.
            Uno se pregunta cómo pudo aquel pobre muchacho sobrevivir a este sinfín de horrores y viéndole ahora deduces que ha sido por su enorme coraje, su resistencia física y moral y, sobre todo, por sus convicciones, por la fuerza de sus ideales revolucionarios. Por encima de todo, hay una grandeza en esta persona que te sobrecoge y es que, además de su entrega a los valores de la justicia y la libertad, las duras pruebas infligidas a su cuerpo y las cicatrices tatuadas en su alma no le han llevado al rencor ni a la amargura.
            Es un ser extraordinario y modesto que ha conseguido superar la tristeza de la derrota, la opresión y explotación de la cárcel, el miedo al chivatazo del vecino, el deseo de venganza y las vicisitudes del tiempo de su difícil función como “enlace” de los maquis en la sierra de Cuera y sus alrededores. Con más esfuerzo si cabe, se ha enfrentado al estupor doloroso ante el olvido y el abandono de los últimos guerrilleros refugiados en los montes por parte del gobierno republicano en el exilio y de la dirección del partido comunista.
            Un hombre duro y tierno a la vez, que siempre esconde una lágrima cuando te cuenta el calvario de su madre, la pena infinita por esa “viejina y mártir” que soporta como puede toda la represión despiadada contra él y sus hermanos: el campo de concentración de su hermano Cosme; la disparatada condena a muerte de su hermana Antolina por coser los uniformes de los soldados “rojos”, o ese episodio conmovedor cuando, sin comida y sin dinero, se pone en camino desde La Franca a La Felguera dispuesta a recorrer a pie los ciento cuarenta kilómetros que la separan de su hijo herido e ingresado en el hospital asturiano.
            Compañero Felipe eres, en estos tiempos de escepticismo y escaso compromiso, una “rara avis”. “Capitán Lobo”, me alegra la coincidencia de mi apellido materno con tu más conocido apodo, representas un claro ejemplo de la resistencia del espíritu humano. Has tenido que sufrir más que nadie con la perversión de nuestra utopía más querida, la comunista, aunque nunca te has dejado dominar por el derrotismo pesimista de que no merece la pena tanto esfuerzo y sacrificio y alimentas día a día un optimismo basado en que los sueños nunca se alcanzan, pero nos permiten avanzar, y en la máxima de Cicerón sobre que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Te damos las gracias.

 

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